martes, marzo 14, 2017


XXI. APOCALIPSIS

LA NUEVA CREACIÓN  II

Cielo Nuevo y Tierra Nueva (Ap 21,1)

La primera creación (Cfr. Gn 1-2) perdió su horizonte paradisíaco, quiso estar sin Dios, se hizo así misma imperfecta por el pecado (Cfr. Gn 3,15) Pero ahora en esta nueva etapa de la historia busca la perfección y salir de la imperfección de la muerte a través de la vida en el acontecimiento de Jesús: Muerte y Resurrección que lleva lo creado a ser perfecto nuevamente por que todo fue creado por Él y para Él: “Por medio de Él, Dios hizo todas las cosas; nada de lo que existe fue hecho sin Él. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no han podido apagarla” (Jn 1,3-5).
En Cristo la creación se perfecciona, él le da la plenitud a todo lo creado porque sin él nada de lo que existe fue creado. La creación tiene su principio en él y llegara a su fin en él: “En él Dios creó todo lo que hay en el cielo y en la tierra, tanto lo visible como lo invisible, así como los seres espirituales que tienen dominio, autoridad y poder. Todo fue creado por medio de él y para él. Cristo existe antes que todas las cosas, y por él se mantiene todo en el orden” (Col 1,16-17; Cfr. Rm 11,36).
Este es el principio teológico que reflexionamos: La antigua creación ha pasado y ahora se hace visible la nueva creación: “Un cielo nuevo y una tierra nueva” (Is 65,17; 66,22; 2P 3,13) Ya que no se recordará el primer cielo, ni la primera tierra (Cfr. Gn 1-2) porque han dejado de existir (Cfr. Ap 20,11; 21,1) y también el mar – el mar como símbolo del caos (Cfr. Gn 1-2) y del poder, estas fuerzas malignas se opone a Dios porque del mar surge el monstruo (Cfr. Ap 13) que tenía nombres ofensivos contra Dios y blasfemaba contra los Santos del Señor.

El cielo nuevo y la tierra nueva es el paraíso prometido a los desterrados, es la promesa antigua hecha a los que dejaron un día el Edén por sus pecados. Estas promesas ahora son acogidas entre todas las naciones para formar el nuevo pueblo de Dios, en su propia tierra -en la tierra-, y en su propio cielo -en el cielo de Dios-: “Los recogeré por las naciones, los reuniré de todos los países y los llevaré a su tierra. Los rociaré con agua pura que los purificará de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar. Les dará un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Les infundiré mi espíritu y haré que caminen según mis preceptos y que cumplan mis mandatos poniéndola por obra” (Ez 36,24-27; 37,21; - Ez 34,13-; Jr 32,37; Is 66,18).


Los desterrados del Edén por el pecado, ahora son rescatados por Cristo para ser ciudadanos del reino: “En cambio, nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo” (Fil 3,20) Allí habitarán los “desterrados hijos de Eva” porque esperaran habitar en la casa del Señor: “Una cosa he pedido al Señor, y eso buscaré: Que habite yo en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor y para meditar en su templo” (Sal 27,4) Como habitantes del cielo, nuestro destierro quedará en el pasado, no será recordado, miraremos hacia el futuro: Creando el presente, recreando el futuro, lo haremos porque participaremos de la nueva creación hechura de Dios, seremos creaturas nuevas de un barro nuevo moldeados por las manos del Señor; Él cuidará de nosotros, seremos sus criaturas en su seno maternal, hijos de sus entrañas, todo será nuevo: “Como el cielo nuevo y la tierra nueva, que voy a hacer, durará ante mí… Así durará su descendencia y el nombre de ustedes” (Is 66,22).

Seremos el nuevo pueblo, el pueblo de la nueva Alianza, el pueblo que habita y vive en el nuevo paraíso, el paraíso del reino, lo antiguo, lo que fue dañado, por el pecado y la muerte ya no será recordados, han sido vencidas; el gozo se dará ahora en el Kayrós de Dios entre las nuevas criaturas que son parte de la nueva creación, allí todos seremos transformados, no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, allí los hijos de Eva gozarán de la patria eterna- La Pascua del domingo sin ocaso- Los hijos de la nueva alianza, no serán más, los hijos desterrados, porque Dios ha creado una morada para estas nuevas criaturas, todo será nuevo, porque viviremos gozosos la esperanza salvífica en la dicha del Señor (Cfr. Is 65,17-20).

La nueva Jerusalén (Ap 21,2-4)
Este es un tema bien estudiado, hay mucha literatura que hace referencia a la nueva Jerusalén; desde Isaías hasta nuestro tiempo, Jerusalén siempre ha sido vista desde la conquista de David (Cfr. 2S 5,6-9; 1Cro 11,4-9; Sal 2,6) como la ciudad de Dios, la ciudad de la paz. También se ha llamado la ciudad de David. Ella ha sido el prototipo de ciudad santa, por eso la Iglesia institucional tiende peregrina a ella y la llama la Jerusalén celeste; en cambio la iglesia de Jesucristo la ve como un lugar teológico hacia donde se va peregrinando para vivir la pascua eterna – Y la llama - ciudad de Dios.

La nueva Jerusalén es un referente clave para el pueblo del destierro, ellos la tienen como meta, y al igual que la Iglesia institucional, sienten nostalgia de ella; ellos abrigaron la esperanza de volver a vivir allí en la ciudad de David y no pudieron olvidarla, en el destierro de Babilonia cantaban:
Sentados junto a los ríos de Babilonia, llorábamos al acordarnos de Sión… ¿Cantar nosotros canciones del Señor en tierra extraña? ¡Si llego a olvidarte, Jerusalén, que se me seque la mano derecha! ¡Qué se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, si no te pongo, Jerusalén, por encima de mi propia alegría! (Sal 137,1.4-6).

Jerusalén es el horizonte teológico hacia donde mira el nuevo pueblo de Dios, porque ha hecho memoria de lo que vivieron sus antepasados y nosotros como herederos de esta nostalgia teológica recreamos la gran ciudad del pasado, la recreamos en el presente y la recreamos para vivir la utopía del futuro en la ciudad de Dios, en donde estará el nombre de Dios: “En ella grabará el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de Dios, de la nueva Jerusalén que baja del cielo desde mi Dios, y mi nombre nuevo” (Ap 3,12b) Esta ciudad de Dios, es libre de hijos libres para los libres que la ven como la ciudad madre (Cfr. Gal 4,26), como ciudad de Dios (Cfr. Heb 12,22) en ella van peregrinos los que llevan el nombre del Señor para participar de la primera resurrección vivida en la ciudad de Dios (Cfr. Os 6,8; Is 60 14; 62,12).
La imagen de Jerusalén como ciudad teológica es la manifestación de la vida futura de la comunidad del Resucitado, comunidad escatológica de la esperanza de la resurrección en la ciudad amada (Cfr. Ap 20,9) Jerusalén es imagen simbólica de la comunidad cristiana, donde habitarán los santos del Señor, por eso es imagen de santidad - “Ciudad Santa” – (Is 48,2; 52,1; 66,2; Neh 11,1.18; Jl 4,17; Tob 13,10; Eclo 36,12; 49,6; Dn 9,24; 1Mac 2,7; 2Mac 3,1; Mt 4,5; 27,53; Ap 11,2; 21,2.10; 22,19).

La ciudad nueva, baja del cielo (Cfr. Ap 21,2) Es una imagen original del Apocalipsis, que la coloca no como morada final de la historia humana -el final de los tiempos-, sino como el fin al que tendemos peregrinos (Cfr. Ap 3,12b) porque el vidente no la coloca bajando en el futuro sino en el presente continuo, es decir siempre está descendiendo (Cfr. Ap 3,12b; 21,2.10) porque proviene de la voluntad de Dios; ella no es llamada Jerusalén terrestre, como la describe el Antiguo Testamento, sino celestial y es nueva porque baja de Dios; no es la ciudad política de la historia israelitica, sino ciudad Celestial, la ciudad santa de Dios.

Al respecto de la ciudad de Dios, la ciudad santa, Ariel Álvarez plantea lo siguiente:

Una larga tradición judía, iniciada en el siglo II a.c, con la corriente apocalíptica, pero con raíces más antiguas, postulaba ya la idea de una nueva Jerusalén, preparada en el cielo, y destinada a reemplazar a la actual Jerusalén terrestre. Con diversos matices y con evoluciones, esta tradición se puede encontrar en el 1Hen 9,28-29; Sal 17,29-31, TesDan 5,10-31; 4Esd 9,38-10,59; 2Bar 4,2-7) También aparece en los rollos de Qumram. El vidente de Patmos, pues, se inscribe en esta misma corriente de pensamiento; no renuncia a la larga tradición escatológica sobre una nueva ciudad que se esperaba para el fin de los tiempos; sinembargo su concepción no coincide con la idea judeo-apocalíptica de la nueva Jerusalén[1].

El autor del Apocalipsis recoge la tradición judeo-apocalíptica, pero le da un sentido distinto pasando de lo terreno, la ciudad capital de Israel a la Ciudad Santa, la Jerusalén de Dios. De la ciudad terrena política a la ciudad teológica-escatológica, lugar donde habitarán los hijos, que han sido testigos en la Iglesia de Jesucristo.
La ciudad escatológica será engalanada para el encuentro con su amado (Cfr. Ct 4,1-16) tendrá el traje de bodas, el traje de fiesta, porque ya no volverá a ser profanada, por la idolatría, ni por los depravados, ni por los mentirosos (Ap 21,27) Sino que ahora estará de fiesta para el gran encuentro, encuentro definitivo con su Señor: ¡Despierta, despierta, vístete de tu fuerza, Sion: ¡Vístete el traje de gala, Jerusalén, Santa Ciudad! Porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros (Is 52,1; Cfr. Is 61,10; Ap 19,7-8).

La ciudad de Dios será el lugar escogido para que habiten los ciudadanos del reino, así lo proclama la voz que sale del Trono: “Aquí está el lugar donde Dios vive con los hombres vivirá con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Ap 21,3b) En esta ciudad se recrea la presencia de Dios en medio de su pueblo haciendo memoria de la tienda del encuentro que simboliza la ciudad santa, allí Dios está inserto en la historia de su pueblo (Cfr. Ex 40) Y Juan lo  describe en el Evangelio como la encarnación de la Palabra que ha puesto su morada entre nosotros (Cfr. Jn 1,14).
Para la tradición bíblica tanto Veterotestamentaria como en el Nuevo testamento, Dios coloca su morada entre nosotros, hace parte de la historia humana y vive en ella, es decir, Dios cohabita entre nosotros participando en nuestro entorno vital; Dios no se aparta de su pueblo y coloca su casa entre nosotros por medio de su Hijo Jesucristo. Jesús recrea esta morada entre nosotros porque al igual que el pueblo de la Antigua Alianza, Dios hace una Alianza Nueva con nosotros, Él es el Dios de las Alianzas que habita entre sus hijos:

Habitaré en la tierra que les di…Allí vivieron para siempre…Haré con ellos una alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos. Los estableceré y pondré entre ellos mi santuario para siempre; tendré mi morada junto a ellos, Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Ez 37,25-27; Cfr. Jr 30,31-32; Lv 26,11-12).
En este nuevo pueblo, en esta nueva ciudad que baja de lo alto, Dios estará presente como su Dios y reinará para siempre (Cfr. Ap 21,3; Cfr. Is 7,4; Jr 11,4; 30,21-22; Ez 36,28; Zc 8,8; Tob 13, 17-18).

En esta nueva etapa de la vida, en la ciudad santa de Dios pasará lo siguiente:
      -        Secará toda lágrima (Cfr. Ap 7,17).
-        No habrá muerte: “Y aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjugará las lágrimas de todos nosotros” (Is 25,8a; Cfr. 1Cor 15,25-26. 54-55).
-        No habrá ni llanto, ni lamento, ni dolor: “Me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no oirán en ella gemidos ni llantos (Is 65,19; Cfr. Is 35,10).
Ahora, es el tiempo de Dios, es su Kayrós, todo se realizará en plenitud, ya la desgracia de la persecución ha pasado. En el tiempo de Dios, el futuro está abierto, es el futuro salvífico; la muerte ha sido derrotada, el llanto y el dolor y el lamento son cosas del pasado, ya no se darán, Dios ha renovado todo: “Porque todo lo que antes existía ha dejado de existir” (Ap 21,4; Cfr. Ap 21,1; Is 65,17) Todos es nuevo, la novedad de Dios ha comenzado a reinar en Cristo Resucitado, Él ha propiciado la nueva creación, la nueva alianza, nada ha quedado al azar, todo ha sido renovado desde la pedagogía de la Cruz.
La pedagogía de la Cruz, es la esperanza del futuro, el futuro no lo podemos medir por la suerte, sino desde la vida que brota en la cruz; dejar de vivir la experiencia de la Cruz es alejarnos del definitivamente del Padre sin Él caemos en la confusión de la fe, sin permitir el encuentro pascual con Jesucristo, sería perder la esperanza en la salvación. Participar del encuentro es participar de la esperanza realizada en la utopía del Reino de Dios; la esperanza realizada es exigencia de renunciar a todo intento de idolatría, es asumir la pedagogía del encuentro en Jesús Muerto y Resucitado, es pascualizar la vida.
El proceso de pascualizar la vida ha comenzado “Ya”, en la pedagogía del encuentro, que es la esperanza de los que viven la arrasadora utopía el amor, no el amor sentimentaloide con el que hemos confundido nuestras relaciones interpersonales y las relaciones con Dios, sino del amor que nace de las entrañas de Dios y de su pueblo, el amor a Dios no es entendido como asunto de suerte de los amados, fundidos en la confusión del destino, pronosticado por los chamanistas de las cartas y adivinaciones; porque el amor de Dios está en la vida pascual, no depende del azar sino de la pedagogía, por lo tanto, la Cruz es nuestra pedagogía para asumir la realidad del futuro esperanzador, sin reduccionismos piadosos, sino con la lección aprendida: Dios, ha resucitado a su Hijo para nuestra salvación; Dios, no ha resucitado a su Hijo, para nuestra condena.

[1] ALVAREZ Valdez, Ariel. La nueva Jerusalén, ¿Ciudad celeste o ciudad terrestre? Estudio exegético y teológico de Apocalipsis 21,1-8.Pamplona 2005. Ed verbo divino. Pag, 78-79.

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