(Lc 23,44-46.50.52-53)[1]
Cuando te esfuerzas por no morir de inmediato a
manos del enemigo, no haces otra cosa sino retrasar para más tarde la muerte en
poder de la fiebre. Algo puedes hacer para nunca morir. Si temes la muerte, ama
la vida. Tu vida es Dios, tu vida es Cristo, tu vida es el Espíritu Santo.
Obrando mal no le agradas. No habita en un templo que amenaza ruina ni entra a
un templo sucio. Pero gime ante él, para que se limpie ese lugar; gime ante él
para que se edifique su templo; reconstruya él lo que tú destruiste; reforme él
lo que exterminaste; levante él lo que tú derribaste. Clama a Dios, clama
interiormente, clama donde él oye, porque también pecas allí donde él ve; clama
allí donde él oye. (San Agustín. Serm 161,7).
La pedagogía de la
predicación de Jesús es presentar a Dios como Padre (Cfr. Jn. 5,20) y amor
(Cfr. Jn. 14,23), confianza en la
justicia. Las palabras en la Cruz: “En tus manos encomiendo mi espíritu”, tienen sentido porque es la entrega plena del
que ha creído hasta el final en la justicia de Dios. La predicación de Jesús es
la más clara motivación a vivir desde la solidaridad, amando al Padre con todo
nuestro ser: “Escucha, Israel (…) Amarás
a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todas tus fuerzas”
(Dt. 6,5), para poder relacionarnos con Dios y para relacionarnos con
nuestros hermanos es necesario “Amar al prójimo como a nosotros mismos” ( Lv. 19,18).
Jesús toma estos dos textos de la tradición bíblica y le da
un sentido de unidad (Cfr. Mt 22,37-40). Estos mandatos dan el principio de
madurez de la fe; la fe en Dios, es el punto más elevado de la relacionalidad
entre Dios y la humanidad y de la humanidad entre sí. Desde la perspectiva de
fe se da la búsqueda de Dios, que se ha solidarizado con el dolor del ser
humano en la Cruz: “He visto la aflicción
de mi pueblo (…) He escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus
sufrimientos” (Ex. 3,7).
Dios ha Ascendido en la cruz y descendido en la
resurrección, para asumir la lucha por
una sociedad igualitaria y fraterna, nosotros como cristianos frente a la
actitud solidaria de Dios, debemos defender el derecho a la igualdad, presentar
a Dios como Padre y amor Jesús se ha enfrentado a su destino final la Cruz,
árbol símbolo de muerte, pero que para nosotros los cristianos se ha convertido
en árbol de la Vida donde se fundamenta nuestra fe. En la Cruz Cristo atrae a
la humanidad hacia sí, dándole plena confianza en el Padre que está a la espera
que se realicen las esperanzas de los Bienaventurados.
En la Cruz, Dios pregunta: “¿Pueblo mío que te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme. Pues
yo te saqué del país de Egipto, te rescaté de la esclavitud” (Improperios
del Viernes Santo ). “Y tú hiciste una cruz para tu
salvador. ¡Pueblo mío! ¿Qué te hice? ¿En qué te he ofendido? ¡Respóndeme!. Yo
te levanté con gran poder; tú me colgaste del patíbulo de la cruz. ¡Pueblo mío!
¿Qué te hice? ¿En qué te he ofendido? ¡Respóndeme!” (Mq.6,3-4).
Frente a estas realidades constatamos que la predicación de
Jesús es el anuncio de Dios como Padre y
amor, no como poder, que Dios es gracia y no castigo, de tal manera para
Jesús, la última palabra histórica de Dios al hombre es el amor. Desde este desarrollo de la fe en el amor al
Padre, encontramos que la predicación de Jesús es un fuerte llamado a la
conversión y a la vez una fuerte acusación contra el poder establecido, que al
igual que hoy creaban la cultura de la muerte y de la injusticia (Cfr. Lc.
6,24-25).
Jesús en la cruz sigue clamando por el derecho a la vida, por el derecho a la justicia, por el derecho a la salud, por el derecho al trabajo, por el derecho a la educación, por el derecho a una vivienda digna, por el derecho a la libertad. Por el derecho de vivir desde la Palabra de Dios para ser acogidos por Él pero lo hemos rechazado por no creer en Él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no has querido!” (Mt. 23,37).
Por la pedagogía de la cruz asumimos el
compromiso de creer en Jesús, la cruz es el lugar donde se cumple el misterio
pascual, donde el nuevo Moisés, con el madero, abrió el nuevo Mar Rojo y, con
su obediencia, transformó las aguas amargas de la rebelión en las aguas dulces
de la gracia y del bautismo (El misterio de la cruz. www.mercaba.org).
Donde "Cristo nos rescató de la
maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito" (Ga 3,13). La
cruz es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (Ga 3,13). Es el nuevo árbol de la
vida plantado en medio de la plaza de la ciudad (Ap. 22,2).
Por medio de la cruz, Dios venció
definitivamente el mal, sin destruir con ello la libertad que lo produjo, cargó
con el dolor, sufriendo con él. En Cristo, se ha vencido el mal a fuerza de
bien, lo cual equivale a decir: el odio con el amor, la rebelión con la
obediencia, la violencia con la mansedumbre, la mentira con la verdad. En la
cruz, Jesús hizo las paces, destruyendo en sí mismo la enemistad (Ef. 2,15) (…)
Destruyendo la enemistad, no al enemigo; destruyéndola en sí mismo, no en los
demás (Cfr. El misterio de la cruz.www.mercaba.org).
Eso mismo puede hacerse hoy, en esta época
de angustia al asumir la predicación de la cruz de Cristo, es necesario devolverle
el aliento, el entusiasmo y la fe Cfr. El misterio de la cruz (El misterio de
la cruz. www.mercaba.org). Lo que nos hace falta es redescubrir el
sentido de la cruz en el corazón de los cristianos. Es necesario dejar de ver
en la cruz un símbolo de condena y de maldición, porque la cruz es símbolo de
salvación, de perdón y de esperanza, que nos impulse a gritar, jubilosos, con
las palabras de Pablo: “¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo!” (Ga 6,14; Cfr. El misterio de la cruz. www.mercaba.org).
A modo de conclusión:
San Agustín: Ciudad de Dios XIX, 27
La paz de los servidores de Dios, cuya perfecta tranquilidad
no es posible lograr en esta vida temporal
no es posible lograr en esta vida temporal
Pero esa otra paz peculiar nuestra la tenemos ya aquí al lado de Dios por
la fe, y en la eternidad la tendremos a su lado por visión directa. Bien es
verdad que tanto la paz común a unos y otros, como la nuestra propia, podemos
considerarla más bien como un alivio de nuestra desgracia que como un disfrute
de la felicidad. De hecho, nuestra misma santificación (iustitia), aunque
sea verdadera porque dice relación al último y verdadero bien, sin embargo, es
tan limitada en esta vida que más bien consiste en la remisión de los pecados
que en la perfección de las virtudes. Testigo de ello es la oración de toda la
ciudad de Dios, exiliada en estas tierras. Así clama por boca de todos sus
miembros: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores.
Y la eficacia de tal oración no se aplica a quienes, por no tener obras,
tienen muerta su fe, sino a aquellos cuya fe se pone en práctica por el amor.
La razón, por más que esté sometida a Dios, al hallarse bajo esta condición
mortal y en este cuerpo corruptible -que es lastre del alma- no puede
dominar perfectamente las malas inclinaciones. De ahí la necesidad para los
justos de tal oración. En efecto, aunque llegue a dominar estas malas
inclinaciones, no es capaz de hacerlo sin una lucha contra ellas.
Y, naturalmente, en esta mansión de miseria, incluso al más valiente
luchador, y al que ya tiene dominio de sus enemigos, después de vencerlos y
someterlos, algún pecado se les desliza, si no ya fácilmente en sus obras, sí
al menos en las palabras, tan resbaladizas, o en los pensamientos, tan
difíciles de controlar. Y, por tanto, mientras se está tratando de dominar
nuestros viciosos instintos, no se disfruta de plena paz, puesto que los que
ofrecen resistencia necesitan peligrosos combates hasta su rendición; por otra
parte, el triunfo sobre los ya rendidos no ofrece una tranquilidad segura, sino
que es necesario mantenerlos a raya con estrecha vigilancia.
En medio de todas estas tentaciones, a las que alude brevemente la divina
Palabra en estos términos: ¿No es cierto que la vida del hombre sobre la
tierra es una tentación?, ¿quién tendrá la presunción de vivir sin
necesidad de decirle a Dios: Perdónanos nuestras deudas, más que un
hombre infatuado? No se trata aquí de un gran hombre; es más bien un presumido,
un jactancioso, al cual, con plena equidad, rechaza quien ofrece gracia a los
humildes. A este respecto está escrito: Dios se enfrenta con los arrogantes,
pero concede gracia a los humildes.
San Agustín. Ciudad de Dios. XX, 20,1-3
Enseñanzas del mismo Apóstol sobre la resurrección de los
muertos en su primera carta a los Tesalonicenses
1. Pero en el pasaje que venimos comentando, el Apóstol no
menciona la resurrección de los muertos. Sin embargo, en su primera carta a los
mismos destinatarios dice: Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de
los que mueren para que no os aflijáis como esos otros que no tienen esperanza.
¿No creemos que Jesús murió y resucitó? Pues también a los que han muerto Dios,
por medio de Jesús, los llevará con Él. Mirad, esto que voy a deciros se apoya
en una palabra del Señor: nosotros, los que quedemos vivos para cuando venga el
Señor, no llevaremos ventaja a los que hayan muerto; pues cuando se dé la
orden, a la voz del arcángel y al son de la trompeta celeste, el Señor en
persona bajará del cielo; primero resucitarán los cristianos difuntos, luego
nosotros, los que quedemos vivos; junto con ellos seremos arrebatados en nubes
para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.
Estas palabras del Apóstol muestran evidentemente que la resurrección de los
muertos tendrá lugar cuando venga el Señor a juzgar a vivos y muertos.
2. Pero aquí surge normalmente una pregunta: aquellos que
Cristo encontrará viviendo aquí, y el Apóstol personificaba en sí mismo y en
sus contemporáneos, ¿se verán libres por completo de la muerte, o tal vez en el
mismo instante en que sean arrebatados en nubes al encuentro de Cristo en el
aire, juntamente con los que resuciten, pasarán a la inmortalidad, a través de
la muerte, con asombrosa rapidez? No vamos a decir que no es posible mientras
son llevados por los aires a las alturas, morir y resucitar en ese espacio de
tiempo. Porque las palabras: Y así estaremos siempre con el Señor no
hemos de interpretarlas como si hubieran dicho que permaneceremos en el aire
siempre con el Señor.
Él mismo no permanecerá allí, puesto que vendrá de paso. Se le saldrá,
pues, al encuentro porque viene, no porque se vaya a quedar. Es decir, que y
así estaremos siempre con el Señor hemos de entenderlo como que tendremos
cuerpos que no morirán, en cualquier parte que con él estemos. El mismo Apóstol
parece imponernos esta interpretación, según la cual aquellos incluso que el
Señor encuentre todavía viviendo sobre la tierra sufrirán la muerte y recibirán
la eternidad en ese pequeño intervalo de tiempo, cuando dice: Por Cristo
todos recibirán la vida; siendo así que en otro lugar, tocando el tema de
la resurrección misma de los cuerpos, se expresa así: Lo que tú siembras no
cobra vida si antes no muere. ¿Cómo van a recobrar la vida en Cristo por la
inmortalidad, aún sin morir, aquellos que él encuentre vivos aquí abajo, cuando
vemos que acerca de esto mismo se dijo: Lo que tú siembras no cobra vida si
antes no muere?
Realmente no podemos hablar de sembrar más que en aquellos cuerpos humanos
que con la muerte de algún modo vuelven a la tierra; ése es el tono de aquella
divina sentencia pronunciada contra el transgresor y padre del género humano Tierra
eres y a la tierra tornarás. Pues bien, hemos de reconocer que todos
aquellos que Cristo, a su venida, encuentre todavía sin haber salido de sus
cuerpos no estarán comprendidos ni en las palabras del Apóstol ni en las del
Génesis. En efecto, los arrebatados a lo alto en las nubes no son, por
supuesto, sembrados, porque ni van a la tierra ni de ella vuelven, sea que no
experimenten muerte alguna, sea que poco a poco irán muriendo en el aire.
3. Pero hay algo más todavía. El mismo Apóstol, hablando a
los Corintios de la resurrección de los muertos, dijo: Todos resucitaremos,
o según la versión de otros códices: Todos nos dormiremos. Ahora bien,
no es posible la resurrección si no está precedida por la muerte; por otra
parte, no podemos en este pasaje entender el «sueño» sino como la muerte; ¿cómo
entonces van a dormirse todos o a resucitar, si el gran número de los que
Cristo encuentre viviendo en el cuerpo no mueren ni resucitan? Queda una
solución: que los santos que se encuentren con vida a la venida de Cristo, y
que sean llevados para ir a su encuentro, emigren en ese mismo rapto de sus
cuerpos mortales para volver al punto a ellos mismos ya inmortalizados.
Esta hipótesis arroja luz a las oscuras palabras del Apóstol. Igualmente
cuando dice: Lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere; o esta
otra frase: Todos resucitaremos, o bien: Todos nos dormiremos. La
razón es que ni siquiera ellos recibirán la vida inmortal sin que antes, aunque
sea por un brevísimo instante, pasen por la muerte. Así no serán ajenos a la
resurrección, precedida por la muerte, tal vez brevísima, pero muerte. ¿Y por
qué nos ha de parecer imposible que una tal multitud de cuerpos se siembren,
por así decirlo, en el aire, y que allí al instante recobren la vida de forma
inmortal e incorruptible, siendo así que creemos lo que abiertamente dice el
Apóstol, es decir, que la resurrección tendrá lugar en un abrir y cerrar de
ojos, y que el polvo hasta de los más antiguos cadáveres se reintegrará a los
miembros, destinados a vivir sin fin, con enorme facilidad y con incalculable
rapidez?
No creamos inmunes de la sentencia pronunciada contra el hombre: Tierra
eres y a la tierra tornarás a aquellos santos de que venimos hablando,
porque sus cuerpos no caigan en tierra al morir, puesto que en el mismo rapto morirán
y resucitarán al ser llevados por los aires. A la tierra tornarás es lo
mismo que «al terminar la vida, volverás al mismo estado que tenías antes de
cobrar vida»; en otras palabras: cuando quedes exánime, serás de nuevo lo mismo
que antes de estar animado. De hecho, Dios a un poco de tierra le insufló en la
cara un soplo de vida cuando el hombre se convirtió en ser viviente. Como si le
dijera: «Ya eres tierra animada, cosa que antes no eras; serás tierra inanimada
como antes».
Esto son todos los cuerpos de los difuntos antes de su corrupción; esto
serán también aquéllos si llegan a morir, dondequiera que mueran, al carecer de
vida, para recuperarla en seguida. Irán, pues, a la tierra, porque de hombres
vivos se harán tierra, lo mismo que va a la ceniza lo que se convierte en
ceniza, va a la vejez lo que se hace viejo, va a ser vasija lo que de arcilla
se convierte en una vasija, y mil otras expresiones por el estilo. ¿Cómo
sucederá todo esto? Ahora no podemos más que hacer conjeturas con nuestra pobre
razón. Entonces habrá más posibilidades de conocerlo. Lo que sí es preciso
creer -si queremos ser cristianos- es que habrá resurrección de los muertos en
la carne cuando Cristo venga a juzgar a vivos y muertos. Pero no porque no
lleguemos a comprender perfectamente cómo se ha de realizar, ya por eso nuestra
fe es inútil en este punto.
Y ahora, como ya lo hemos prometido más arriba, vamos a exponer, con
suficiente detenimiento, lo que han anunciado los libros del Antiguo Testamento
sobre este supremo juicio de Dios. Creo que no va a ser necesario detenernos
mucho en exponer sus citas si el lector ha procurado servirse de lo precedente.
A modo de conclusión 2[2]:
El tema de la «vida eterna» no es un tema tan claro e intocable como en el ámbito de la fe tradicional nos ha parecido. Buena parte de la reflexión teológica renovadora actual está pidiendo replantear nuestra tradicional visión al respecto, la que habíamos aceptado con ingenuidad cuando niños, y que mantenemos ahí como guardada en el frigorífico del subconsciente, y que no nos atrevemos a mirar de frente.
A
la luz de lo que hoy sabemos, no es fácil, en efecto, volver a profesar en
plenitud de conciencia lo que tradicionalmente hemos creído: que somos un
«compuesto de cuerpo y alma», que el alma la ha creado Dios directamente en el
momento de nuestra concepción, y que como tal es inmortal; que la muerte
consiste en la «separación de cuerpo y alma», y que en el momento de la muerte
Dios nos hace un «juicio particular» en el que nos juzga y nos premia con el
cielo o nos castiga con el infierno, con lo que ya sabemos tradicionalmente de
estas dos imágenes. No resulta fácil hablar de estos temas, ni siquiera con
nosotros mismos, en la soledad de nuestra conciencia frente a la esperada
hermana muerte.
La fiesta de los fieles difuntos es
continuación y complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya
gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. Muchos de ellos
formarán parte, sin duda, de ese «inmenso gentío» que celebrábamos ayer. Pero
hoy no queremos rememorar su memoria en cuanto «santos» sino en cuanto
difuntos.
Es un día para hacer presente ante el
Señor y ante nuestro corazón la memoria de todos nuestros familiares y amigos o
conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar
recordando. El verso del poeta «¡Qué solos se quedan los muertos!», expresa
también una simple limitación humana: no podemos vivir centrados
exhaustivamente en un recuerdo, por más que seamos fieles a la memoria de
nuestros seres queridos. Acabamos olvidando de alguna manera a nuestros difuntos,
al menos en el curso de la vida ordinaria, para poder sobrevivir.
Por eso, este día es una ocasión
propicia para cumplir con el deber de nuestro recuerdo agradecido. Es una obra
de solidaridad el orar por los difuntos, es decir, de sentirnos en comunión con
ellos, más allá de los límites del espacio, del tiempo y de la carne.
En algunos lugares, la celebración de
este día puede ser buena ocasión para hacer una catequesis sobre el sentido de
la «oración de petición respecto a los difuntos», para la que sugerimos
esquemáticamente unos puntos:
·
-el juicio de Dios sobre cada uno de
nosotros es sobre la base de nuestra responsabilidad personal, no en base a
otras influencias (como si la eficacia de la oración de intercesión por los
difuntos pudiera actuar ante Dios como "argolla, enchufe, recomendación,
padrino, coima...").
·
-Dios no necesita de nuestra oración
para ser misericordioso con nuestros hermanos difuntos...; nuestra oración no
añade nada al amor infinito de Dios, en cierto es innecesaria;
·
-no rezamos para cambiar a Dios, sino
para cambiarnos a nosotros mismos.
·
-la «vida eterna» no es una
prolongación de nuestra vida en este mundo; la «vida eterna», como todo el
resto del lenguaje religioso, es una metáfora, que tiene contenido real, pero
no un contenido “literal-descriptivo”.
La muerte es la realidad más seria de
la vida. Vivir es caminar hacia la muerte, inevitablemente. ¿Es la muerte, la
certeza de mi muerte futura -próxima o lejana, incierta en todo caso-, una
realidad con la que cuento? ¿O soy de los que nunca pienso en ello y no
integran esa dimensión real de su existencia a su vida diaria?
Reflexión:
- No cometí fraude contra los humanos,
no atormenté a la viuda, no mentí ante el tribunal, no conozco la mala fe, no
hice nada prohibido, no mandé diariamente a un capataz de trabajadores más
trabajo del que debía hacer, no fui negligente, no estuve ocioso, no quebré, no
desmayé, no hice lo que era abominable a los dioses, no perjudiqué al esclavo
ante su amo, no hice padecer hambre, no hice llorar, no maté, no ordené la
traición, no defraudé a nadie... ¡Soy puro, soy puro, soy puro! (Fórmula para
defenderse el alma en el juicio, en el Libro de los Muertos, Escritura Sagrada
de la religión egipcia).
Pero mi pregunta es ésta: «Si Dios no te
viera en el momento de hacerlo ni nadie te acusase en el día del juicio, ¿lo
harías?» Examínate a ti mismo. No puedes responder a todas mis palabras; mírate
a ti mismo. ¿Lo harías? Si lo hicieras, es que temes el castigo, pero aún no
amas la castidad, todavía no tienes la caridad. Tu temor es servil; hay miedo
al mal, aún no amor al bien. No obstante, teme para que este miedo te guarde y
te conduzca al amor. Este temor a la gehenna te aparta de hacer el mal y no
permite hacerlo al ánimo que interiormente desea pecar. Es un temor que
protege, del mismo modo que la ley es un pedagogo: es letra de amenaza, aún no
gracia auxiliadora. Con todo, que este temor te proteja, mientras evitar el
adulterio por miedo, hasta que llegue la caridad. Ella entra en tu corazón y,
en la medida en que ella entra, en esa misma medida sale el temor. El temor
hacía que no cometieras el adulterio; la caridad logra que no quieras hacerlo,
aun en el caso de que pudieras salir impune. (San Aguatín Serm 161,8).
[1] Texto elaborado el 2
de Noviembre de 2014. En la conmemoración de todos los fieles difuntos. Domingo
XXXI del Tiempo Ordinario.

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