sábado, octubre 25, 2014

"AMARAS A TU PROJIMO COMO A TI MISMO" I

Mt 22,34-40[1] 

"No te falten los dos pies, no quieras ser cojo. ¿Cuáles son los dos pies? Los dos preceptos de la caridad: el amor a Dios y al prójimo" (San Agustín. Enr. Iin ps. 33, S.2, 10).
 
 "Amando al prójimo, a quien ves, limpias los ojos para ver a Dios, a quien no ves"                                                                       (San Agustín. In Ioan. 17)
Al irse perdiendo el horizonte de la espiritualidad cristiana por distraernos en  medio de la fabricación de todo tipo de idolatría que se ha ido desarrollado como fe. En el seguimiento dentro de la comunidad eclesial esto se comprende como una Fe hipócrita (Cfr. Mt 22,18) porque no se ha desarrollado desde el anuncio Kerygmático-Pascual:
“Sentimos la urgencia de desarrollar en nuestras comunidades un proceso de iniciación en la vida cristiana que comience por el Kerygma, guiado por la Palabra de Dios, que conduzca a un encuentro personal, cada vez  mayor, con Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre”. (DA 289).
Perder este horizonte de fe en la escuela del discipulado y en la espiritualidad cristiana es caer en cultos vacíos, idolátricos fundamentalistas, llevándonos a desconocer que la fe es la que nos hace reconocer al Hijo de Dios solidariamente encarnado en nuestra historia humana (Cfr. Jn 1,14).
Desconocer esta realidad, es tratar de justificar nuestra actitud idolátrica fundamentalista de vida, en el culto, frente al comportamiento de fe que debemos asumir en la relación con el Padre y con nuestros hermanos en estados vulnerables desde la presencia del reinado de Dios, que ha de asumirse en el respeto del amor mutuo:
“Que la única deuda  que tengan con los demás sea la del amor mutuo. Porque el que ama al prójimo ya cumplió toda la ley. De hecho, los mandamientos: no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro precepto, se resume  en éste: Amarás al prójimo como a ti mismo. Quien ama no hace mal al prójimo, por eso el amor es el cumplimiento pleno de la ley” (Rom. 13,8-10).
No se puede perder la perspectiva que Dios es amor y Él es la fuente de donde proviene el amor: “Todo el que ama ha nacido de Dios” (1 Juan 4,7). Dios nos amó primero y saber que Él nos ama, transforma nuestras vidas. No podemos decir que amamos a Dios si odiamos a nuestros hermanos, pues aquél que “No ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4,20-21).
Teniendo en cuenta este precepto del amor, no podemos caer en la tentación de los fariseos que tenían 248 preceptos y 365 prohibiciones, un total de 613 condicionamientos a la interpretación de la Torá que  era necesario saberlos y practicarlos[2]. En cambio  Jesús plantea: que la opción es la relación de amor que se debe tener con el Padre, coherencia e identificación con el proyecto del reino, que es solidaridad de Dios  con su pueblo al ver su aflicción (Cfr. Ex 3,7.17) y con todos los que eran considerados como menos en el pueblo (Cfr. Lc 14,12-14; Rm 11,5-13; Is 4,3; Ab 11,17), ya que al ser criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gn 1,26) participamos de la misma dignidad en el amor.
Esto no lo habían entendido las autoridades religiosas judías, no han creído en Jesús y menos en la palabra de Dios. Ellos  al verse nuevamente vulnerable ante las propuesta de Jesús siguen colocándole pruebas para ver en qué falla. Los saduceos que niegan la resurrección (Mt 22,23-33; Mc 12,18-27; Lc 20,27-40) Al no conocer las escrituras fallan en sus apreciaciones frente a Jesús (Mt 22,29) Frustradas las intenciones de los saduceos; los fariseos retoman el tema de discusión y vuelven con otra pregunta: “Maestro, ¿cuál es el precepto más importante en la ley? (Mt 23,36).
Al responder Jesús da muestra de su conocimiento de las Escrituras como les hizo ver a los saduceos (Mt 23,29-33) y les responde con dos textos del Antiguo Testamento: 1) “Amarás el Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Dt 6,5); 2) “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Estos mandatos son complementarios entre sí desde la perspectiva de Jesús en el proyecto del reino.
Para los judíos estos mandatos eran exclusivos de cumplimiento del pueblo judío; en cambio Jesús le da un valor universal desde la interpretación de las Escrituras que él hace, en el proyecto del reino todos estamos llamados a viabilizar el amor a Dios y al prójimo.
El que ama a Dios, ama al prójimo y tiene misericordia del hermano que sufre y está en lamentable situación de vulnerabilidad (Lc 10,25-37) Cuando queremos justificar  nuestra actitud idolátrica fundamentalista,  preguntamos: ¿Y Quién es mi prójimo? (Lc 10,29) Jesús es contundente  en su respuesta: ¿Quién de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los asaltantes? Contestó: _El que lo trató con misericordia. Y Jesús le dijo: _Ve y has tú lo mismo” (Lc 10, 36-37).
A modo de conclusión:

1.      San Agustín: Comentario al salmo 140,2

¿Qué cosa más excelsa y saludable podéis oír y conocer, hermanos, que ésta: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo? (Mt 22,37-40). Para que no penséis que se trata de dos preceptos sin importancia, añade: En estos dos mandamientos se encierra toda la Ley y los Profetas (ib.). Cuanto de saludable concibe la mente, o profiere la boca, o se desprende de cualquier página de la Escritura, tiene un único fin: el amor. Pero este amor no pertenece a cualquiera; en efecto, los que viven mal se enredan mutuamente en una sociedad en la que les une la perversa conciencia y afirman que se aman, que no quieren separarse los unos de los otros, que el diálogo común les une, que desean su retorno cuando están ausentes y que se gozan de su regreso.

Este amor es infernal; es lazo que arrastra hacia el abismo, no alas que elevan hacia el cielo. ¿Qué amor es éste que se distingue y diferencia de todos los otros así llamados amores? La verdadera caridad, la que es propia de los cristianos, ha sido definida por san Pablo y circunscrita dentro de sus límites, aun cuando sea infinita por ser divina. Por eso es fácil distinguirlo de los demás. Dice él: El fin del precepto es el amor. Pudo haberse parado aquí como lo hizo en otros lugares en los que hablaba como a gente instruida: La plenitud de la ley -decía- es el amor, sin explicar de qué amor se trataba. No lo indicó allí, porque lo había hecho ya en otros lugares, puesto que no se pueden ni se deben explicar en todos los sitios todas las cosas. Aquí dijo, pues: La plenitud de la leyes el amor (Rom 13,10).

¿Preguntabas, quizá, de qué amor o clase de amor está hablando? Lo escuchas en otro texto: El fin del precepto es el amor que procede de un corazón puro. Considerad ahora si los ladrones tienen entre sí ese amor que procede de un corazón puro. Existe un corazón puro en cuanto al amor cuando amas al hombre según Dios, porque a ti debes amarte de tal forma que no se quebrante la norma: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En efecto, si te amas a ti mismo mal y de forma inútil, amando así al prójimo ¿de que le aprovechas? ¿Cuándo te amas mal? Te lo indica la Escritura que no adula a nadie; ella te demuestra que no te amas; más aún, que te odias: El que ama la iniquidad -dice- odia a su alma (Sal 10,6). Según esto, si amas la iniquidad ¿puedes pensar que te amas a ti mismo? Te equivocas.

Amándole así, arrastrarás al prójimo a la iniquidad, y tu amor será un lazo para el amado. Por tanto, el amor que procede de un corazón puro, de una conciencia recta y de una fe no fingida es el que se ajusta a la norma de Dios. Este amor definido por el Apóstol incluye dos preceptos: el amor a Dios y el amor al prójimo. No busquéis en la Escritura ninguna otra cosa; nadie os ordene nada más. En los textos oscuros de la Escritura está oculto este amor, y en los textos claros, está claro este amor. Si en ningún texto apareciese claro, no te alimentaría; si en ninguno se hallase oculto, no te ejercitaría. Este amor clama desde un corazón puro, grita con estas palabras desde el corazón de aquellos que se asemejan al que ora en este salmo. No voy a demorarme en decir quién es: es Cristo. 

2.      San Agustín: Tratado sobre el evangelio de Juan 17,8-9 

¿Cómo, pues, encontrar significados en estas dos órdenes del Señor aquellos dos preceptos de la caridad? Coge tu camilla, ordena, y anda. Recordad conmigo, hermanos, cuáles son esos dos preceptos. De hecho, deben ser más que conocidos y no sólo venir a la mente cuando yo os los recuerdo, sino que nunca deben borrarse de vuestros corazones. Pensad absolutamente siempre que hay que amar a Dios y al prójimo: a Dios con el corazón entero, con el alma entera y con la mente entera, y al prójimo como a mismo.

Siempre hay que pensar en esto, meditarlo, retenerlo, practicarlo, cumplirlo. El amor a Dios es primero en el orden de lo preceptuado; el amor al prójimo, en cambio, es primero en el orden de la acción, pues quien mediante los dos preceptos te preceptuó ese amor, no te iba a encomendar primero al prójimo y después a Dios, sino primero a Dios, después al prójimo. En cambio, tú, porque todavía no ves a Dios, amando al prójimo mereces verlo; amando al prójimo purgas el ojo para ver a Dios, pues Juan dice evidentemente: Si no quieres al prójimo al que ves, ¿cómo podrás querer a Dios a quien no ves? He aquí que se te dice: quiere a Dios. Si me dices: «Muéstrame a quién querer», ¿qué te responderé sino lo que asevera Juan mismo: Nadie ha visto nunca a Dios? Pero no debes creerte totalmente excluido de ver a Dios: Dios, afirma, es caridad, y quien permanece en la caridad, permanece en Dios.

Quiere, pues, al prójimo y en ti mira la fuente del amor al prójimo; como puedas, verás allí a Dios. Comienza, pues, a querer al prójimo. Parte tu pan al hambriento y mete en tu casa al necesitado sin techo; si ves a alguien desnudo, vístelo, y no desprecies a los miembros de tu raza. Ahora bien, tras hacer esto, ¿qué conseguirás? Entonces irrumpirá tu luz como la matutina. Tu Dios es tu luz, matutina porque vendrá a ti tras la noche de este mundo. En realidad, él ni sale ni se pone, porque permanece siempre. Quien en su ocaso estaba para ti cuando andabas perdido, será matutino para ti cuando regreses. Me parece, pues, que «Toma tu camilla» es haber dicho: Quiere a tu prójimo. 

Pero, en cuanto se me alcanza, está todavía cerrado y necesita explicación por qué en el tomar la camilla se recomienda el amor al prójimo, a no ser que nos moleste esto: que se nos recomiende el prójimo mediante una camilla, cierta cosa estólida e insensata. No se enoje el prójimo si se nos recomienda mediante una cosa carente de vida y sentidos. El Señor y Salvador nuestro Jesucristo mismo fue llamado piedra angular para reunir en sí mismo a dos.

Se le llamó roca de donde manó agua: Ahora bien, la roca era el Mesías. ¿Por qué nos vamos a extrañar de que al prójimo se le signifique por unos maderos, si a Cristo se le significó por una roca? No se trata de unos maderos cualesquiera, como tampoco se trataba de una roca cualquiera, sino de una roca que era manantial para los sedientos; ni cualquier piedra, sino de una piedra angular, que unió en sí misma dos muros que eran divergentes. Tampoco aquí se trata de un vulgar madero, sino de una camilla.

Y yo pregunto: ¿por qué se representa al prójimo en una camilla sino porque, cuando enfermo, era llevado en ella, y sano ya la llevaba él? ¿Qué está dicho por el Apóstol? Llevad recíprocamente vuestras cargas y así colmaréis la Ley del Mesías. La ley de Cristo es, pues, la caridad, y la caridad no se cumple si no llevamos recíprocamente nuestras cargas. Sufriéndoos recíprocamente, afirma, con amor, afanándoos en conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz. Cuando estabas enfermo, tu prójimo te llevaba. Ahora que estás sano, lleva tú a tu prójimo. Llevad recíprocamente vuestras cargas y así colmaréis la Ley del Mesías.

Así colmarás, oh hombre, lo que te faltaba. Coge, pues, tu camilla. Pero cuando la hayas cogido no te quedes parado, anda. Queriendo al prójimo y teniendo cuidado de tu prójimo, caminas. ¿A dónde caminas sino al Señor Dios, a ese a quien debemos querer con el corazón entero, con el alma entera, con la mente entera? Al Señor todavía no hemos llegado, pero tenemos con nosotros al prójimo. Carga, pues, a ese con quien andas, para que llegues a aquel con quien deseas quedarte. Coge, pues, tu camilla y anda.                                                                                                    

3.      San Agustín: (Costumbres de la Igl. cat. 15, 25)
"PARA MÍ LA VIRTUD, POR
DEFINICIÓN, NO ES OTRA COSA QUE
UN PERFECTO AMOR A DIOS.  

LA TEMPLANZA ES EL AMOR QUE
TOTALMENTE SE ENTREGA AL OBJETO AMADO;
LA FORTALEZA ES EL AMOR QUE TODO LO SOPORTA
POR EL OBJETO DE SUS AMORES;  

LA JUSTICIA ES EL AMOR UNICAMENTE
ESCLAVO DE SU AMADO
Y QUE EJERCE, POR LO TANTO, SEÑORÍO
CONFORME A RAZÓN;
Y, FINALMENTE, LA PRUDENCIA ES EL AMOR

QUE CON SAGACIDAD Y SABIDURÍA
ELIGE LOS MEDIOS DE DEFENSA
CONTRA TODA CLASE DE OBSTACULOS".

A modo de conclusión 2:
San Juan Pablo II
EL AMOR A DIOS Y EL AMOR AL PRÓJIMO
Audiencia General del miércoles 20 de octubre de 1999

1. «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).
La virtud teologal de la caridad, de la que hablamos en la catequesis anterior, se expresa en dos direcciones: hacia Dios y hacia el prójimo. En ambos aspectos es fruto del dinamismo de la vida de la Trinidad en nuestro interior. En efecto, la caridad tiene su fuente en el Padre, se revela plenamente en la Pascua del Hijo, Crucificado y Resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella Dios nos hace partícipes de su mismo Amor. Quien ama de verdad con el amor de Dios, amará también al hermano como Él lo ama. Aquí radica la gran novedad del cristianismo: no puede amar a Dios quien no ama a sus hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor.
2. La enseñanza de la sagrada Escritura a este respecto es inequívoca. El amor a los semejantes es recomendado ya a los israelitas: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Aunque este mandamiento en un primer momento parece restringido únicamente a los israelitas, progresivamente se entiende en sentido cada vez más amplio, incluyendo a los extranjeros que habitan en medio de ellos, como recuerdo de que Israel también fue extranjero en tierra de Egipto (cf. Lv 19, 34; Dt 10, 19).
En el Nuevo Testamento este amor es ordenado en un sentido claramente universal: supone un concepto de prójimo que no tiene fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los enemigos (cf. Mt 5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se considera imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre celestial, que provee a las necesidades de todos y no hace distinción de personas (cf. Mt 5, 45). En cualquier caso, permanece vinculado al amor a Dios, pues los dos mandamientos del amor constituyen la síntesis y el culmen de la Ley y de los Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo quien practica ambos mandamientos, está cerca del reino de Dios, como dice Jesús respondiendo al escriba que le había hecho la pregunta (cf. Mc 12, 28-34).
3. Siguiendo este itinerario, que vincula el amor al prójimo con el amor a Dios, y a ambos con la vida de Dios en nosotros, es fácil comprender porque el Nuevo Testamento presenta el amor como fruto del Espíritu, es más, como el primero entre los muchos dones enumerados por san Pablo en la carta a los Gálatas: «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).
La tradición teológica ha distinguido las virtudes teologales, los dones y los frutos del Espíritu Santo, aunque los ha puesto en correlación (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1830-1832). Mientras las virtudes son cualidades permanentes conferidas a la criatura con vistas a las obras sobrenaturales que debe realizar y los dones perfeccionan tanto las virtudes teologales como las morales, los frutos del Espíritu son actos virtuosos que la persona realiza con facilidad, de modo habitual y con gusto (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 70, a.1, ad 2).
Estas distinciones no se oponen a lo que San Pablo afirma cuando habla en singular de fruto del Espíritu. En efecto, el Apóstol quiere indicar que el fruto por excelencia es la caridad divina, el alma de todo acto virtuoso. De la misma forma que la luz del sol se expresa en una variada gama de colores, así la caridad se manifiesta en múltiples frutos del Espíritu.
4. En este sentido, la carta a los Colosenses dice: «Por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). El himno a la caridad, contenido en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 13) celebra este primado de la caridad sobre todos los demás dones (cf. 1 Co 13, 1-3), incluso sobre la fe y la esperanza (cf. 1 Co 13, 13). En efecto, el Apóstol afirma: «La caridad no acaba nunca» (1 Co 13, 8).
El amor al prójimo tiene una connotación cristológica, dado que debe adecuarse al don que Cristo ha hecho de su vida: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Ese mandamiento, al tener como medida el amor de Cristo, puede llamarse «nuevo» y permite reconocer a los verdaderos discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros.
En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35). El significado cristológico del amor al prójimo resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente entonces se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad hacia los hermanos más necesitados: «Tuve hambre y me disteis de comer...» (cf. Mt 25, 31-46).
Sólo quien se interesa por el prójimo y sus necesidades muestra concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o permanece indiferente al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de Cristo y niega el amor universal del Padre.
"Las dos alas de la caridad son el amor a Dios y el amor al prójimo"                              (San  Agustín.  Enr. in ps. 149, 5)


[1] Texto elaborado el 23 de Oct de 2011. Domingo 30 del T.O. Y revisado el 26 de Oct de 2014. Domingo 30 del T.O.
[2] La pregunta se explica porque los fariseos contaban 613 preceptos en la ley. Había que saberlo y practicarlos todos. Jesús responde combinando Dt 6,5 con Lv 19,18. Para Jesús, el fundamento de la relación con Dios y con el prójimo es el amor solidario. La integración de los dos amores, de Dios y del prójimo, es su enseñanza fundamental. La Ley y los Profetas son toda la Escritura (Mt 7,12), pues bien: el amor es la clave de la Escritura, el indispensable principio unificador que elimina toda posible dispersión y el criterio básico de discernimiento. no se puede observar de verdad la Ley si falta el amor (Rm 13,9; Gal 5,14; St 2,8) Desde una perspectiva cristiana, sin amor al prójimo no hay amor a Dios, no hay verdadero cumplimiento de la voluntad de Dios, ni se alcanza esa justicia superior que preconiza el sermón del monte (Mt 5,20) El amor al prójimo no sustituye el amor de Dios ni se identifica con él, pero es tan importante como amar a Dios (Cfr. 1Jn 4,20). Al colocar estos dos  mandamientos como el eje de toda la Escritura, Jesús pone en primer lugar la actitud filial con respecto a Dios y a la solidaridad interhumana como los fundamentos de toda vida religiosa. (Luis Alonso Schökel. La biblia de nuestro Pueblo. Biblia para América Latina. Comentario a Mt 22,34-40).

No hay comentarios: