lunes, septiembre 15, 2014

_ "SEÑOR, ¿CUÁNTAS VECES DEBERÉ PERDONAR A MI HERMANO SI ME HACE ALGO MALO"

Mt 18, 21-35[1]

“Te hacemos, Señor, patente nuestro afecto, contándote nuestras miserias y tus misericordias, para que nos libres eternamente, ya que comenzaste. Para que dejemos de ser miserables en nosotros y seamos felices en ti, ya que nos llamaste” (San Agustín. Conf. 11,1). 

Cuando se asume que el cristiano solo tiene como meta cumplir precepto; olvidamos que la espiritualidad cristiana nace en la fe profesada en el Mesías, el Hijo del Dios viviente, por esta razón, es que no concebimos que somos deudores ante Dios, necesitados de perdón,  para poder perdonar a nuestros hermanos a pesar de sus fallas: “Porque si ustedes perdonan a otros el mal que les han hecho, su Padre que está en el cielo los perdonará también a ustedes; pero si no perdonan a otros, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus pecado” (Mt 6, 14-15; Cfr. Mt 18,35; Mc 11,25; Ef 4,32; Col 3,13; Eclo 28,2-5).

No tomar consciencia de esta práctica de perdón, crea caminos de egoísmos, de desamor, de rencor y sobre todo se vive un cristianismo sin espiritualidad y muy lejos de la pedagogía de la oración y del amor: “Por eso, sean ustedes juiciosos y dedíquense seriamente a la oración. Haya sobre todo mucho amor entre ustedes, porque el amor perdona muchos pecados” (1P 4,7-8). Quienes practican esto, no están preocupados en predicar que los demás son los pecadores; porque este sería el mayor de los pecados, señalar, pensar, creer, ver a los demás como pecadores (Cfr. Lc 18,9-14) No podemos justificar nuestros errores culpando a los demás, sino que debemos ser propiciadores de una comunidad fraterna que practica el perdón y el amor: “Dios perdonará los pecados de quienes practican el amor fraterna (Cfr. 1Co 13,7; St. 5,29; Prov 5,20).  

De esta manera, la parábola que Jesús coloca por la pregunta de Pedro: __ “Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete veces? (Mt 18,21)  Es para salir al paso a la  justificación que implica la pregunta al querer seguir en una actitud egoísta y de juez, para no vivir comprometidos con la espiritualidad cristiana, perdiendo el sentido de la misericordia y del amor, alejándonos de la pedagogía del perdón-corrección fraterna y la reconciliación (Mt 18,23-34; Cfr. Eclo 28,3-4).  

Jesús en su infinita pedagogía, con su respuesta, devela el sentido de la misericordia de Dios: _“No te digo hasta siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,22) E inmediatamente coloca a través de la parábola que el perdón es condición para vivir en el reino de Dios, evitando de esta manera, toda tentación de convertirnos en jueces de los demás:  

El Señor pide a su comunidad para acompañar a quien se equivoca, para que no se pierda. Es ante todo necesario evitar el clamor de la habladuría en la comunidad. La actitud es de delicadeza, prudencia, humildad, atención hacia quien ha cometido una culpa, evitando que las palabras puedan herir y matar al hermano. Porque, ustedes saben, ¡también las palabras matan! Cuando hablo mal. Cuando hago una crítica injusta, cuando con mi lengua 'saco el cuero' a un hermano, esto es matar la reputación del otro. También las palabras matan.

…El objetivo es aquel de ayudar a la persona a darse cuenta de aquello que ha hecho, y que con su culpa ha ofendido no solamente a uno, sino a todos. Pero también ayudarnos a librarnos de la ira o del resentimiento, que sólo nos hacen mal: aquella amargura del corazón que trae la ira y el resentimiento y que nos llevan a insultar y a agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristiano un insulto o una agresión. Es feo ¿Entendido? ¡Nada de insultos! Insultar no es cristiano ¿Entendido? Insultar no es cristiano.

En realidad, ante Dios todos somos pecadores y necesitados de perdón. Todos. Jesús, de hecho, nos ha dicho no juzgar. La corrección fraterna es un aspecto del amor y de la comunión que deben reinar en la comunidad cristiana. Es un servicio recíproco que podemos y debemos darnos los unos a los otros. Corregir al hermano es un servicio, y es posible y eficaz solamente si cada uno se reconoce pecador y necesitado del perdón del Señor. La misma consciencia que me hace reconocer el error del otro, me hace acordar que yo me equivocado primero y que me equivoco tantas veces (Papa Francisco. Angelus. Plaza de San Pedro Roma. Sept 7 de 2014). 

Si nos reconocemos pecadores, tenemos conciencia que somos deudores ante Dios, debemos tener igual misericordia con nuestros hermanos, deudores como yo: “¡Malvado! Yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo rogaste. Pues tú también debiste tener compasión de tu compañero, del mismo modo que yo tuve compasión ti” (Mt 18,33). 

Al perdonar sentimos necesidad de la misericordia de Dios, el perdón es terapia para combatir nuestra prepotencia frente a los demás.  El perdón, es además, terapia frente a la injusticia que otro comete contra uno: “El perdón es la respuesta moral de una persona a la injusticia que otra ha cometido contra ella” (Robert Enright, "The World of Forgiveness", octubre/noviembre de l996). 

De esta manera al colocarnos en las manos del Señor asumimos su benevolencia y no estamos mirando al otro como si fuéramos jueces: “No juzguen y no serán juzgados. Del mismo modo que ustedes juzguen se los juzgará. La medida que usen para medir la usarán con ustedes. ¿Por qué te fijas en la pelusa que está en el ojo de tu hermano y no miras la viga que hay en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decir a tu hermano: Déjame sacarte la pelusa de ojo, mientras llevas una viga en tu ojo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver claramente para sacar la pelusa del ojo de tu hermano” (Mt 7,1-5). 

Es por esto, que no debemos creer que al pertenecer a un grupo dentro de la Iglesia tenemos la facultad angelical de no pecar y de ser jueces de los demás: ¿Quién nos ha dado tal facultad? Al reconocernos pecadores pedimos por nuestro perdón, nos reconocemos pecadores:  

Y decimos '¡ten piedad de mí, Señor, que soy pecador! Confieso, a Dios omnipotente, mis pecados'. O nosotros decimos: 'Señor ten piedad de éste que está junto a mí o de ésta, que son pecadores'. ¡No! '¡Ten piedad de mí!' Todos somos pecadores y necesitados del perdón del Señor. Es el Espíritu Santo el que habla a nuestro espíritu y nos hace reconocer nuestras culpas a la luz de la palabra de Jesús. Y es el mismo Jesús que nos invita a todos, santos y pecadores, a su mesa recogiéndonos de los cruces de los caminos, de las diversas situaciones de la vida (cfr Mt 22,9-10)   (Papa Francisco. Angelus. Plaza de San Pedro Roma. Sept 7 de 2014).

En este sentido hay personas que al vivir circunstancias de enfermedades piensan que han sido predestinadas para recibir revelaciones, que son producto de misticismos piadosos, exagerados y sin formación. Estas se sienten llamadas en visiones por Dios o la Virgen María, a ofrecer el sufrimiento “por la reparación del corazón inmaculado de María llena de gracia”.  Otros dicen: Ser poseedores de estigmas consecuencia del pecado de los demás. ´Según el parecer de estas personas y sus adeptos: ellas son llamadas a sufrir, para redimir los pecados de los demás´.

En este aspecto, es necesario tener mucho cuidado con esta forma de pensar; porque según la tradición bíblica, el Único redentor es Cristo: “Porque no hay más que un Dios, y un solo hombre que sea el mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús. Porque Él se entregó a la muerte como rescate por la salvación de todos” (1Tm 2,5-6; Cfr. Heb 8,6; 9,15; 12,24; Mt 20,28; Mc 10, 45; Gl 1,4; Tit 2,14;) Jesucristo es quien ha dado la vida en recate por todos: “Porque, del mismo modo, el Hijo del hombre, no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por una multitud” (Mt 20,28; Cfr. Lc 22,27; Jn 13,12-15; Fil 5,5-7; Mc 10,45; Jn 10,11; Ef 1,7; Col 1,13-14; Heb   2,9; 1P 1,18-19; Is 52,13-53,12).  

Por esta razón, el perdón-corrección fraterna y la reconciliación, no es el camino para justificar nuestros pecados, haciéndonos jueces inmisericordes de los demás. El Señor Jesucristo es el mediador que da la vida en rescate por los demás, Él es quien ha perdonado nuestros pecados en la Cruz (Lc 23,34) El perdón es el centro de esta reflexión en la parábola: El Padre aparece como el rey justo que tiene misericordia con el deudor que le pide misericordia, por lo tanto nosotros debemos mostrar la misma actitud con nuestros hermanos que han caído igual que nosotros en la desgracia del pecado. El perdón no tiene límite: “Si tu hermano peca, repréndelo; pero si cambia de actitud, perdónalo. Aunque peque contra ti siete veces en un día, si siete veces viene a decirte: No lo volveré hacer, debes perdonarlo” (Lc 17,3-4; Cfr. Lv 19,17). 

La pedagogía del perdón y la pedagogía de la oración son esenciales en la espiritualidad cristiana: “Y cuando estén orando, perdonen lo que tengan contra otro, para que también su Padre que está en el cielo les perdone a ustedes sus pecados” (Mc 11,25-26; Cfr. Mt 5,23-24; Eclo 28, 2-5) El perdón es la fiesta del que se librara de toda “Amargura, enojo, ira, gritos, calumnias, junto con toda maldad. Más bien sean bondadosos los unos con los otros, perdonándose unos a otros, como Dios también los perdono a ustedes en Cristo” (Ef 4,31-32) La fiesta espiritual del perdón es propia del que ama (Cfr. 1Cor 13,4-5; 1P 4,8) El amor lleva a comprender que no se puede volver a pecar, que todos somos corresponsables del perdón (Cfr. Mt 18,15-20; Gal 6,1-5) para no entristecer a los demás con nuestra rigidez de jueces, sino ser animadores de la pedagogía del perdón-corrección fraterna  (2Cor 2,5-11).  

A modo de conclusión: San Agustín Sermón 211

La concordia fraterna y el perdón de las ofensas

Estos días santos en que nos entregamos a las prácticas cuaresmales nos invitan a hablaros de la concordia fraterna, para que quien tenga alguna queja contra otro acabe con ella antes que ella acabe con él. No echéis en saco roto estas cosas, hermanos míos. Pues en esta vida frágil y mortal, que ponen en peligro tantas pruebas terrenas, ningún justo que ora para no verse sumergido en ellas puede hallarse sin algún pecado.

Único es el remedio por el que nos es posible vivir: el maestro divino nos enseñó a decir en la oración: Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden. Hemos llegado a un acuerdo y a un pacto con Dios y hemos suscrito la condición para eliminar la deuda dejando una garantía. Con plena confianza le pedimos: perdónanos, si también nosotros perdonamos; pero si no perdonamos nosotros, no soñemos que se nos perdonen nuestros pecados; no nos hagamos ilusiones. Que ningún hombre se llame a engaño, pues a Dios nadie le engaña. Es humano airarse, pero ¡ojalá no fuéramos capaces de ello! Es humano airarse, pero tu ira, una pequeña yema cuando nace, no debe convertirse en la viga del odio con el riego de las sospechas.

Una cosa es la ira y otra el odio, pues no es raro que el padre se aíre contra el hijo, sin por eso odiarle; se aíra para que se corrija. Por tanto, si se aíra con esa finalidad, su ira nace del amor. Advertid por qué se dijo: Ves la brizna en el ojo de tu hermano, pero no ves la viga en el tuyo. Condenas la ira en los demás, al tiempo que retienes el odio en ti mismo. Comparada con el odio, la ira es una brizna. Con todo, si la nutres, se convertirá en viga; pero si la extraes y la tiras, se reducirá a nada.

Si advertisteis... ¿Qué? Al leer la carta de San Juan, una frase suya debió infundiros pánico. Dice: Pasaron las tinieblas, ahora brilla ya la luz. Y a continuación añadió: Quien dice que está en la luz y odia a su hermano aún está en tinieblas. Quizás haya quien piense que tales tinieblas son idénticas a las que sufren los encarcelados. ¡Ojalá fueran como ésas! Y, con todo, nadie quiere verse en ellas. En las tinieblas de la cárcel pueden ser encerradas también las personas inocentes, pues en tales tinieblas fueron recluidos los mártires.

Las tinieblas los envolvían por doquier, pero en sus corazones resplandecía la luz. En la oscuridad de la cárcel no podían ver con los ojos pero, gracias a su amor fraterno, contemplaban a Dios. ¿Queréis saber a qué tinieblas se refería cuando dijo: Quien odia a su hermano está aún en tinieblas? En otro lugar dice: Quien odia a su hermano es un homicida. Quien odia a su hermano camina, sale, entra y se mueve sin el peso de cadena alguna y sin verse recluido en ninguna cárcel; no obstante, está maniatado con su culpa.

No pienses que está libre de la cárcel; su cárcel es su corazón. Cuando escuchas: Quien odia a su hermano está aún en las tinieblas, no has de despreciar tales tinieblas. Para eso añadió: Quien odia a su hermano es un homicida. ¿Caminas tranquilo odiando a tu hermano? ¿Rehúsas reconciliarte con él a pesar de que Dios te concede tiempo para ello? Advierte que eres un homicida y que aún sigues con vida. Si tuvieses a Dios airado contra ti, al instante serías arrebatado envuelto en el odio a tu hermano. Dios te perdona, perdónate a ti mismo; haz las paces con tu hermano. ¿Acaso quieres tú, pero no quiere él? A ti te basta con eso. Tienes qué compadecer en él, pero tú quedaste libre de tu deuda y puedes decir con tranquilidad: Perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden

Quizá fuiste tú quien pecó contra él, quieres reconciliarte con él y decirle: «Hermano, perdóname pues te ofendí». Él no quiere perdonarte, no quiere olvidar la ofensa, no quiere perdonártela. ¡Que piense en el momento en que vaya a orar! Puesto que no quiso perdonarte tu ofensa, ¿qué hará cuando vaya a recitar la oración? Diga: Padre nuestro que estás en los cielos. Continúe diciendo: Sea santificado tu nombre. Di todavía: Venga tu reino. Sigue: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. ¡Adelante!: Danos hoy nuestro pan de cada día.

Todo eso has dicho; atento ahora, no sea que quieras saltarte lo que viene a continuación y cambiarlo por otra cosa. No hay otro camino por donde puedas pasar; ahí te encuentras retenido. Di, pues: Perdónanos nuestras ofensas; o cállatelo, si no tienes motivo para decirlo. Pero ¿dónde queda lo que dijo el mismo Apóstol: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros? Si, pues, te remuerde la conciencia de tu fragilidad y la abundancia de iniquidad presente por doquier en este mundo, di: Perdónanos nuestras ofensas.

Pero considera lo que sigue. ¿No quisiste perdonar a tu hermano y vas a decir: Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden? ¿O vas a callarte esas palabras? Si te las callas nada recibirás, y, si las pronuncias, dices algo falso. Dilas, pues; y dilas de forma que sean verdad; pero ¿cómo van a ser verdad, si no quisiste perdonar el pecado a tu hermano?

He amonestado a quien no quiso perdonar; ahora me toca consolarte a ti quienquiera que seas -si es que te hallas aquí- que dijiste a tu hermano: «Perdóname la ofensa que te hice». Si lo dijiste con todo el corazón, con auténtica humildad, con caridad no fingida, tal como lo ve Dios en tu corazón, lugar del que brotaron esas palabras, aunque el ofendido no quiera perdonarte, no te preocupes. Uno y otro sois siervos, ambos tenéis el mismo Señor. Estás en deuda con tu consiervo, él no quiso perdonártela: acude al común Señor. Exija el siervo, si es capaz, lo que te ha perdonado el Señor.

Otra cosa. Advertí a quien no quiso perdonar a su hermano que le pedía perdón a que hiciera lo que rehusaba hacer, no fuera que, cuando orase, no recibiese lo que pedía. Acabo de dirigirme también a quien pidió perdón por su pecado a su hermano y no lo recibió, para que esté seguro de recibir de su Señor lo que no consiguió de su hermano. Hay todavía otras situaciones que contemplar. Tu hermano te ofendió y no quiso decirte: «Perdona mi ofensa». Abunda esta mala hierba. ¡Ojalá la desarraigue Dios de su campo, es decir, de vuestros corazones! ¡Cuán numerosos son los que, conscientes de haber ofendido a sus hermanos, rehúsan decir: «Perdóname»! No se avergonzaron de pecar y se avergüenzan de pedir perdón; no sintieron vergüenza ante la maldad y la sienten ante la humildad.

Así, pues, os requiero en primer lugar a cuantos de vosotros estáis en discordia con vuestros hermanos; vosotros que, vueltos a vosotros mismos, os examináis y emitís un juicio justo sobre vosotros y, en el interior de vuestros corazones, descubrís que no debisteis hacer lo que hicisteis ni decir lo que dijisteis, pedid perdón, hermanos, a vuestros hermanos, haced lo que dice el Apóstol: Perdonándoos mutuamente, como también Dios os perdonó en Cristo. Hacedlo, no os avergoncéis de pedir perdón.

Además, os digo a todos, varones y mujeres, pequeños y grandes, laicos y clérigos; me lo digo incluso a mí mismo. Escuchémoslo todos, temamos todos, si hemos ofendido a nuestros hermanos. Todavía disponemos de un plazo de tiempo; por eso no morimos; aún estamos en vida, aún no hemos sido condenados. Mientras nos dure la vida, hagamos lo que nos manda nuestro Padre, que será el juez, y pidamos perdón a nuestros hermanos, a los que quizá ofendimos en algo y en algo les dañamos.

Hay personas humildes según los criterios de este mundo que se engríen si les pides perdón. Ved lo que quiero decir. En alguna ocasión el amo, hombre él, peca contra su siervo. Aunque ambos son siervos de un tercero, puesto que uno y otro fueron redimidos por la sangre de Cristo, el primero es amo y el segundo siervo.

Por ello, parece duro que si, por casualidad, el amo peca contra su siervo riñéndole o golpeándole injustamente, también a él le mande y le ordene decirle: «Excúsame; perdóname». No porque no deba hacerlo, sino para evitar que el otro comience a engreírse. ¿Qué ha de hacer, pues? Arrepiéntase ante Dios, castigue su corazón en su presencia y, si no puede decir a su siervo: «Perdóname», porque no es conveniente, háblele con dulzura. Pues ese dirigirse a él con dulzura es ya una petición de perdón.

Me queda por dirigirme a quienes recibieron una ofensa de otras personas, pero éstas no quisieron pedirles perdón. Pues ya me dirigí a aquellos que no quisieron concederlo a los hermanos que se lo suplicaron. Por tanto, al dirigirme ahora a todos vosotros para que desaparezcan vuestras discordias, en atención a estos días sagrados, pienso que algunos de vosotros, conscientes de estar enemistados con los hermanos, habéis reflexionado en vuestro interior, y hallado que no sois vosotros los ofensores, sino los ofendidos. Y, aunque ahora no me lo digáis, porque es a mí a quien compete hablar en este lugar, mientras que a vosotros os corresponde callar y escuchar, con todo, quizá en vuestra reflexión penséis y os digáis: «Yo quiero hacer las paces, pero fue él quien me dañó, él quien me ofendió, y no quiere pedir perdón». ¿Qué he de hacer? ¿He de decirle: «Vete tú y pídele perdón»? De ningún modo.

No quiero que mientas; no quiero que digas: «Perdóname», tú que sabes que no ofendiste a tu hermano. ¿Qué te aprovecha convertirte en tu acusador? ¿Qué esperas que te perdone aquel a quien no dañaste ni ofendiste? De nada te sirve; no quiero que lo hagas. ¿Estás seguro, has examinado el caso detenidamente, sabes que fue él quien te ofendió a ti, no tú a él? «Lo sé» -dice-. Este convencimiento tuyo sea tu sentencia. No vayas a tu hermano que te ofendió, y menos a pedirle perdón. Entre vosotros dos debe haber otras personas que hagan el papel de pacificadoras y que le insten a que se adelante a pedirte perdón.

A ti te basta con estar dispuesto a perdonar, dispuesto a hacerlo de corazón. Si estás dispuesto a perdonar, ya has perdonado. Pero tienes todavía algo por lo que orar: ora por él para que te pida perdón; sabiendo que le es dañino no pedirlo, ruega por él para que lo pida. Di al Señor en tu oración: «Señor, tú sabes que no he sido yo quien ofendió a aquel hermano mío, sino más bien él a mí; sabes también que le daña la ofensa que me hizo si no me pide perdón; de todo corazón te suplico que le perdones».

Ved que os dije lo que... -sobre todo en estos días en que os entregáis al ayuno, a las prácticas devotas y a la continencia- qué debéis hacer para estar en paz con vuestros hermanos. ¡Ojalá pueda sentir el gozo de vuestra paz yo que me apeno de vuestras discordias! Así, perdonándoos todos mutuamente cualquier queja que uno tenga contra otro, podremos vivir apaciblemente la Pascua, celebrar plácidamente la pasión de quien, sin deber nada a nadie, saldó la deuda en vez de los deudores.

Me refiero a Jesucristo, el Señor, que no ofendió a nadie y a quien casi todo el mundo ofendió, y que, en vez de exigir tormentos, prometió premios. A él, pues, tenemos como testigo en nuestros corazones de que, si hemos ofendido a alguien, le pedimos perdón con corazón sincero, y de que, si alguien nos ofendió, estamos dispuestos a concedérselo y a orar por nuestros enemigos. No deseemos venganza, hermanos. ¿Qué otra cosa es la venganza sino alimentarse del mal ajeno?

Sé que cada día llegan hombres, hincan sus rodillas, abajan su frente hasta tocar la tierra y a veces hasta riegan su rostro con lágrimas; y, en medio de tanta humildad y postración, dicen: «Señor, véngame, da muerte a mi enemigo». Ora, sí, para que dé muerte a tu enemigo y salve a tu hermano: dé muerte a la maldad y salve a la naturaleza. Pide a Dios venganza orando de esta manera: perezca lo que en tu hermano te perseguía, pero permanezca él para serte devuelto a ti. 

Tú estás seguro, has pesado bien los pros y los contras, estás seguro de que es él quien ha pecado contra ti y no tú contra él. «Si—dices—, estoy seguro». Que tu conciencia descanse tranquila en esta certeza. No vayas a buscar a tu hermano que ha pecado contra ti, para pedirle perdón; te basta con estar presto a perdonar de corazón. Si estás dispuesto a perdonar, ya has perdonado. Te queda todavía pedir a Dios por tu hermano (San Agustín, Sermón 211, sobre la concordia fraterna).


[1] Texto elaborado en Sept. 11 de 2011 y revisado el 14 de Sept. De 2014. Domingo 24 del T.O.

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