domingo, julio 06, 2014

"TE ALABO, PADRE, SEÑOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA"

Mt 11,25-30
Nosotros somos la santa Iglesia. Pero no digo ¨nosotros¨ indicando a los que estamos aquí, los que me escuchan. Entiendo todos nosotros que somos cristianos fieles en esta iglesia por medio de la gracia de Dios... Esa es la Iglesia católica, nuestra madre verdadera, la esposa de tan gran esposo (San Agustín. Sermón 213,7).
El que no tiene el  espíritu  de Cristo no es de Cristo (Rm 8,9)

La experiencia en la caminada de la comunidad pos-pascual es el acontecimiento dado en el mismo hecho de la Resurrección de Jesús, y esto motivó contundentemente el camino de la fe comunitaria. Siguiendo con la propuesta pedagógica de los Evangelios de presentar a Jesús Resucitado, es esta pedagogía que seguimos como alternativa dentro de la comunidad de creyentes pos-pascual. De esta comunidad pos-pascual ha nacido el vínculo de la palabra encarnada y resucitada en la comunidad cristiana del Resucitado.
Creer es la adhesión por la Fe a Jesús Resucitado, que a través de su palabra nos llama y nos convoca a la fiesta del encuentro y de la participación: camino sacramental del creyente, vivencia desde  la experiencia de ser resucitados como hijos de la luz. Pero esta propuesta solo la pueden vivir los que participan del encuentro de la Palabra con corazón, es decir, desde la sencillez de la vida que se da en la reflexión de la palabra revelada por Jesús: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que escondiste de los sabios y entendidos” (Mt 11,25; Is 29,14; 1Cor 1,19-21).
 
Desde esta perspectiva, podemos entender que el Evangelio es para aquellos que estén dispuestos a colocar toda su vida en servicio de la Palabra y desde allí hacer camino en la presencia de Dios. Al dejar a un lado esta alternativa, hemos tratado de vivir desde nuestros intereses egoístas olvidándonos de Dios, alejándonos del nuevo pueblo de Dios. El verdadero pueblo vive desde lo imprevisible de Dios y lo asumen desde esta perspectiva, como pobres en Dios, que es totalmente diferente a ser pobres de Dios. La palabra de Jesús: “Yo te alabo Padre”; se da en este sentido y es la alegría de quien vive desde Dios, porque el Hijo, el Mesías viene humilde y como hijo de humilde: “¡Alégrate mucho, ciudad de Sión!…Tu rey viene a ti, justo y victorioso, pero humilde” (Za 9,9). 

Nosotros tenemos que vivir en humildad desde Dios y en este tema no podemos confundir la humildad con la pobreza, una cosa es la humildad y otra bien distinta es la pobreza: Humildad es colocar  el corazón, el pensamiento y todo nuestro ser a la  voluntad de Dios y  desde allí vivir en el servicio a través de la obediencia en la Palabra (Cfr. Jr 31,33) La humildad es entrega generosa del discípulo al servicio del pueblo de Dios haciendo la voluntad del Padre, es convivencia íntima con el pobre y con  Padre (Cfr. Pro 8, 22-36; Sir 24,3-9.19-22; 51; Sab 8,3-4; 9,9-18).

La humildad es el centro de la espiritualidad cristiana, que se vive desde los dos actos sublimes en la vida de Jesús, su Muerte en Cruz y la Encarnación:

1.      Muerte en Cruz: El precio que ha pagado Jesús por el rescate de sus hermanos fue la muerte en Cruz, que allí con su sangre derramada nos ha rescatado de la violencia del pecado que es la causa de la muerte: Sabiendo que hemos sido rescatados de nuestra conducta vana, heredada de nuestros mayores, no con bienes corruptibles, plata u oro, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha” (1P 1,18-20; Ef 1,7). La cruz es el acto en el que nos unimos a cristo porque se da en la humildad de Dios que ha entregado a la humanidad colmándola con toda clase de bendiciones (Ef 1, 3). 
Cristo se rebajó así mismo, haciéndose obediente al Padre (Cfr. Lc 22, 42) presentándose como ofrenda sacerdotal para la redención de la humanidad: "Nuestro Señor Jesucristo se dignó humillarse hasta una muerte de cruz para enseñar el camino de la humildad" (San Agustín Ep contra Parmeniani 3,2,5) "Fue crucificado por ti para enseñarte la humildad" (San Agustín. Trat. in Ioh. 2,4). De este acto nace la renovación de la humanidad que al igual que Cristo ha de despojarse así mismo de todo tipo de perversión de orgullo, de deseo de grandeza y amar lo que en Cristo es amado la Cruz:
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el ´Nombre-sobre-todo-nombre´; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. (Fil 2,6-11).
2.      La encarnación: Este acontecimiento histórico del Verbo hecho carne (Cfr. Jn 1,14) se encaja perfectamente en el abajamiento del Hijo a la humanidad tomando su condición humana, para llevarnos a la divinidad, la humanidad de Dios pascualizada en la divinidad humana a Imagen y semejanza de Dios (Cfr. 1,26) La encarnación es la presencia de Dios, es el reconocimiento de la propia realidad humana en un amplio proceso pedagógico de unir nuestro corazón a la voluntad de Dios, que se hace pobre en la pobreza de la humanidad vencida por el pecado. La humanidad pascualizada por la Cruz nos hace verdaderos cristianos: Sean cristianos verdaderos y sinceros; no imitéis a los que son cristianos de nombre, pero vacíos de obras” (San Agustín. Ser 353).
La humildad es la fuente de la entrega generosa para alejarnos de todo intento de soberbia, es asumir la condición de siervos humildes a la manera de Jesús humilde, pobre y encarnado en la historia de la realidad humana, todo tipo de soberbia del cristiano ensombrece la encarnación del Hijo de Dios:
“El humilde no puede dañar; el soberbio no puede no dañar. Hablo de aquella humildad que no quiere destacar entre las cosas perecederas, sino que piensa en algo verdaderamente eterno, adonde ha de llegar no con sus fuerzas, sino ayudada. Ella no puede querer el mal de nadie, porque tampoco acrecienta su bien. Por otra parte, la soberbia engendra inmediatamente la envidia. ¿Qué envidioso hay que no quiera el mal para aquel cuyo bien le atormenta? En consecuencia, la envidia engendra, lógicamente, la maldad, de donde procede el engaño, la adulación y la detracción y toda obra mala que no quieres padecer de mano de nadie. Así, pues, si guardáis esta piadosa humildad que la Escritura Sagrada muestra ser una infancia santa, estaréis seguros de alcanzar la inmortalidad de los bienaventurados: De los tales es el reino de los cielos. (San Agustín. Ser 353).
De esta manera el humilde de la humildad es el que se encarna en la historia, que se hizo pascua para pascualizar nuestra vida en la humanidad de Dios:
Tomando la naturaleza humana de la misma naturaleza  humana, se hizo carne. Con el jumento de su carne se acercó al que yacía herido en el camino para dar forma y nutrir con el sacramento de su encarnación nuestra pequeña fe, para purificar el entendimiento para que vea lo que nunca perdió a través de aquello que asumió. Efectivamente, comenzó a ser hombre, no dejó de ser Dios. Esto es, pues, lo que se proclama de nuestro Señor Jesucristo en cuanto mediador, en cuanto cabeza de la Iglesia: que Dios es hombre y el hombre es Dios, puesto que dice Juan: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (S. Agustín, Sermón 341,3).
Estos dos actos sublimes, nos llevan a la verdad y a la verdad solo se puede abrazar desde Cristo humilde:
Si quieres llegar a la verdad, no busques otro camino que el que trazó el mismo Dios, que conoce nuestra enfermedad. Ahora bien, el primero es la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad, y cuantas veces me lo preguntases te respondería la misma cosa. No quiero decir que no haya otros mandamientos, sino que la humildad debe preceder, acompañar y seguir a todo lo bueno que hacemos... si no el orgullo nos lo arrebata todo (S. Agustín, Epist. 118,22).
En el siguiente Sermón nos dice San Agustín: Sigamos, pues, los caminos que él nos mostró, sobre todo el de la humildad. Tal se hizo él para nosotros. Nos mostró el camino de la humildad con sus preceptos y lo recorrió él mismo padeciendo por nosotros. No hubiera sufrido si no se hubiera humillado. ¿Quién sería capaz de dar muerte a Dios si él no se hubiese rebajado? Cristo es, en efecto, Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Él mismo es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, de quien dice San Juan: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. Él estaba al principio junto a Dios. Por él fueron hechas todas las cosas y sin él no se hizo nada. ¿Quién daría muerte a aquel por quien todo fue hecho y sin el cual nada se hizo?  ¿Quién sería capaz de entregarle a la muerte si él mismo no se hubiese humillado? Pero ¿cómo fue esa humillación? Lo dice el mismo Juan: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El Verbo de Dios no podría ser entregado a la muerte. Para que pudiera morir por nosotros lo que no podía morir, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El inmortal asumió la mortalidad para morir por nosotros, para con su muerte dar muerte a la nuestra. Esto hizo Dios; esto nos concedió. El grande se humilló; después de humillado se le dio muerte; muerto, resucitó y fue exaltado, para no abandonarnos muertos en el infierno, sino para exaltarnos consigo en la resurrección final a quienes exaltó ahora mediante la fe y la confesión de los justos. Nos dejó la senda de la humildad.” (S. Agustín, Sermón 23 A,3-4).
En cambio pobreza es la carencia de los bienes materiales necesarios para vivir dignamente como hijos de Dios. Los pobres nacen así, los hacen así y viven así, es decir, la pobreza es causada por la injusticia estructural en que se han distribuidos los bienes materiales: “Este mundo está lleno de necesitados y de pobres, como si fuera un gran hospicio de pobres (…) Tu recibes del pobre más de lo que das. Das una moneda, y recibes el cielo; das un vestido y recibes la inmortalidad (…) Y no esperen a casos de extrema necesidad, cuando el pobre tiene ya la vela en la mano; porque entonces ya no necesita alimento, sino la tumba” (Santo Tomas de Villanueva. Homilia. Domingo Sexto Despues de Pentecostés 5-6).

Ahora bien, no podemos afirmar que las personas son de origen humilde, la humildad no es heredada, la persona se hace humilde en la vida o lo asume como una opción de vida cristiana, para hacer la voluntad de Dios, como el que sirve (Mt 20,28; 22,27; Mc 10,45; Jn 13,12-15; Cfr Hec 14,21-23; Rm 13,8-10) O simplemente es un cristiano sin Cristo.

Esta realidad de humildad en Dios, solo se puede vivir desde la obediencia a las Sagradas Escrituras, porque el Padre ha entregado todo al Hijo: “Mi Padre me ha entregado todas las cosas. Nadie conoce realmente al hijo, sino el Padre; y nadie conoce realmente al Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera darlo a conocer” (Mt 11,27-28; Cfr. Mt 28,18; Jn 1,18; 3,35; 6, 65; 10,14-15; 17,2; y Sab 9,17) Este conocimiento solo es posible por la Palabra, no podemos decir, que conocemos a Dios, qué creemos en Él, si desconocemos la Palabra. ¿Cómo podemos ser cristianos, seguidores de Jesús, sin leer, reflexionar, orar la Palabra? Sin el conocimiento de la Palabra, no se puede llegar a Dios, ni ser comunidad pos-pascual de creyentes.

Desgraciadamente nosotros los cristianos hemos perdido la dimensión de la humildad en Dios, también se ha  marginado la Palabra de Dios de nuestras actividades pastorales. Nos falta fundamentación bíblica y comprender, que por medio de la Palabra se crea comunidad de fe centrada en Cristo. Por esta razón, no se puede entender que hoy el cristiano dentro de la Iglesia de Jesucristo esté desligado de la Palabra y de la vida sacramental. Desde la Palabra y los sacramentos podemos llegar al conocimiento de Dios: 1-) Somos seguidores de Cristo  y miembros de la Iglesia. 2-) Participamos de la función sacerdotal, profética y  real de Cristo. 3-) Somos participes de la fidelidad y la coherencia con las riquezas y exigencias de ser cristianos con identidad de Iglesia en el corazón de  hombres y mujeres. 

Estos aspectos llevan al fiel a “buscar y promover el bien común en la defensa de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables a los que tiene toda criatura consagrada por el Espíritu, en la protección de los más débiles y necesitados, en la construcción de la paz, de la libertad, de la justicia, en la creación de estructura más justas y fraternas”[1]. Donde todos tengan igualdad de derechos y de dignidad ante los ojos de Dios. 

Desde esta perspectiva, vemos que el papel de la comunidad pos-pascual de creyentes en nuestra Iglesia no es de ser simples espectadores pasivos de los acontecimientos renovadores de la misión, sino, una comunidad dinámica, que sea capaz con su alegría y jovialidad anunciar lo novedoso de Dios, su amor y su imprevisibilidad en medio del nuevo pueblo de Dios, mostrándoles la Benevolencia de este Dios humano y amoroso que llama y acoge a su pueblo pobre (Cfr. DA 409) cargando sobre sí sus pesados sufrimientos: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar. Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde” (Mt 11,28; Cfr Jn 6,37) Este es el camino, el  compromiso de lealtad que se asume, si se quiere ser seguidor de Jesús Resucitado (Mt 23,2-4; Lc 11,46)[2].

El cansancio de quien ama no es pesado, en realidad da alegría. Lo que cuenta es que se ama. (San Agustin. Dignidad de la viudez, 21,26).
 “El mismo que resucitó a Cristo dará nueva vida” (Rm 8,11)


[1] D.P. 792
[2] Texto elaborado el en Julio 3 de 2011 y revisado en Julio 6 de 2014. Domingo XIV del T.O

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