Mt 11,25-30
Nosotros somos la santa Iglesia. Pero
no digo ¨nosotros¨ indicando a los que estamos aquí, los que me escuchan.
Entiendo todos nosotros que somos cristianos fieles en esta iglesia por medio
de la gracia de Dios... Esa es la Iglesia católica, nuestra madre verdadera, la
esposa de tan gran esposo (San Agustín. Sermón 213,7).
El que no tiene el espíritu de Cristo no es de Cristo (Rm 8,9)
La experiencia en la caminada de la
comunidad pos-pascual es el acontecimiento dado en el mismo hecho de la
Resurrección de Jesús, y esto motivó contundentemente el camino de la fe comunitaria.
Siguiendo con la propuesta pedagógica de los Evangelios de presentar a Jesús
Resucitado, es esta pedagogía que seguimos como alternativa dentro de la
comunidad de creyentes pos-pascual. De esta comunidad pos-pascual ha nacido el
vínculo de la palabra encarnada y resucitada en la comunidad cristiana del
Resucitado.
Creer
es la adhesión por la Fe a Jesús Resucitado, que a través de su palabra nos
llama y nos convoca a la fiesta del encuentro y de la participación: camino
sacramental del creyente, vivencia desde
la experiencia de ser resucitados como hijos de la luz. Pero esta
propuesta solo la pueden vivir los que participan del encuentro de la Palabra
con corazón, es decir, desde la sencillez de la vida que se da en la reflexión de
la palabra revelada por Jesús: “Te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las
cosas que escondiste de los sabios y entendidos” (Mt 11,25; Is 29,14; 1Cor
1,19-21).
Desde
esta perspectiva, podemos entender que el Evangelio es para aquellos que estén
dispuestos a colocar toda su vida en servicio de la Palabra y desde allí hacer
camino en la presencia de Dios. Al dejar a un lado esta alternativa, hemos
tratado de vivir desde nuestros intereses egoístas olvidándonos de Dios, alejándonos
del nuevo pueblo de Dios. El verdadero pueblo vive desde lo imprevisible de
Dios y lo asumen desde esta perspectiva, como pobres en Dios, que es totalmente
diferente a ser pobres de Dios. La palabra de Jesús: “Yo te alabo Padre”; se da en este sentido y es la alegría de quien
vive desde Dios, porque el Hijo, el Mesías viene humilde y como hijo de
humilde: “¡Alégrate mucho, ciudad de
Sión!…Tu rey viene a ti, justo y victorioso, pero humilde” (Za 9,9).
Nosotros
tenemos que vivir en humildad desde Dios y en este tema no podemos confundir la
humildad con la pobreza, una cosa es la humildad y otra bien distinta es la
pobreza: Humildad es colocar el corazón,
el pensamiento y todo nuestro ser a la voluntad de Dios y desde allí vivir en el servicio a través de la
obediencia en la Palabra (Cfr. Jr 31,33) La humildad es entrega generosa del
discípulo al servicio del pueblo de Dios haciendo la voluntad del Padre, es
convivencia íntima con el pobre y con Padre
(Cfr. Pro 8, 22-36; Sir 24,3-9.19-22; 51; Sab 8,3-4; 9,9-18).
La
humildad es el centro de la espiritualidad cristiana, que se vive desde los dos
actos sublimes en la vida de Jesús, su Muerte en Cruz y la Encarnación:
1.
Muerte en Cruz: El precio que ha pagado Jesús por el rescate de sus hermanos fue la
muerte en Cruz, que allí con su sangre derramada nos ha rescatado de la
violencia del pecado que es la causa de la muerte: “Sabiendo que hemos sido rescatados de nuestra
conducta vana, heredada de nuestros mayores, no con bienes corruptibles, plata
u oro, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin
defecto ni mancha” (1P 1,18-20; Ef 1,7). La cruz es el acto en el que nos unimos a cristo
porque se da en la humildad de Dios que ha entregado a la humanidad colmándola
con toda clase de bendiciones (Ef 1, 3).
Cristo se rebajó así mismo, haciéndose obediente al
Padre (Cfr. Lc 22, 42) presentándose como ofrenda sacerdotal para la redención
de la humanidad: "Nuestro
Señor Jesucristo se dignó humillarse hasta una muerte de cruz para enseñar el
camino de la humildad" (San Agustín Ep contra Parmeniani 3,2,5)… "Fue crucificado por ti para enseñarte la
humildad" (San Agustín. Trat. in Ioh. 2,4). De este
acto nace la renovación de la humanidad que al igual que Cristo ha de
despojarse así mismo de todo tipo de perversión de orgullo, de deseo de
grandeza y amar lo que en Cristo es amado la Cruz:
Cristo, a pesar de su
condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó
de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando
como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una
muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el ´Nombre-sobre-todo-nombre´;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra,
en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios
Padre. (Fil 2,6-11).
2. La
encarnación: Este
acontecimiento histórico del Verbo hecho carne (Cfr. Jn 1,14) se encaja
perfectamente en el abajamiento del Hijo a la humanidad tomando su condición
humana, para llevarnos a la divinidad, la humanidad de Dios pascualizada en la
divinidad humana a Imagen y semejanza de Dios (Cfr. 1,26) La encarnación es la
presencia de Dios, es el reconocimiento de la propia realidad humana en un
amplio proceso pedagógico de unir nuestro corazón a la voluntad de Dios, que se
hace pobre en la pobreza de la humanidad vencida por el pecado. La humanidad
pascualizada por la Cruz nos hace verdaderos cristianos: “Sean cristianos verdaderos y sinceros; no
imitéis a los que son cristianos de nombre, pero vacíos de obras” (San Agustín.
Ser 353).
La humildad es la fuente de la entrega generosa para alejarnos de todo
intento de soberbia, es asumir la condición de siervos humildes a la manera de
Jesús humilde, pobre y encarnado en la historia de la realidad humana, todo
tipo de soberbia del cristiano ensombrece la encarnación del Hijo de Dios:
“El humilde no puede dañar; el soberbio no
puede no dañar. Hablo de aquella humildad que no quiere destacar entre las cosas
perecederas, sino que piensa en algo verdaderamente eterno, adonde ha de llegar
no con sus fuerzas, sino ayudada. Ella no puede querer el mal de nadie, porque
tampoco acrecienta su bien. Por otra parte, la soberbia engendra inmediatamente
la envidia. ¿Qué envidioso hay que no quiera el mal para aquel cuyo bien le
atormenta? En consecuencia, la envidia engendra, lógicamente, la maldad, de
donde procede el engaño, la adulación y la detracción y toda obra mala que no
quieres padecer de mano de nadie. Así, pues, si guardáis esta piadosa humildad
que la Escritura Sagrada muestra ser una infancia santa, estaréis seguros de
alcanzar la inmortalidad de los bienaventurados: De los tales es el reino de los cielos. (San Agustín. Ser 353).
De esta
manera el humilde de la humildad es el que se encarna en la historia, que se
hizo pascua para pascualizar nuestra vida en la humanidad de Dios:
“Tomando
la naturaleza humana de la misma naturaleza humana, se hizo carne. Con el
jumento de su carne se acercó al que yacía herido en el camino para dar forma y
nutrir con el sacramento de su encarnación nuestra pequeña fe, para purificar
el entendimiento para que vea lo que nunca perdió a través de aquello que
asumió. Efectivamente, comenzó a ser hombre, no dejó de ser Dios. Esto es,
pues, lo que se proclama de nuestro Señor Jesucristo en cuanto mediador, en
cuanto cabeza de la Iglesia: que Dios es hombre y el hombre es Dios, puesto que
dice Juan: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (S. Agustín,
Sermón 341,3).
Estos dos actos sublimes, nos llevan a la verdad y
a la verdad solo se puede abrazar desde Cristo humilde:
Si
quieres llegar a la verdad, no busques otro camino que el que trazó el mismo
Dios, que conoce nuestra enfermedad. Ahora bien, el primero es la humildad, el
segundo es la humildad, el tercero es la humildad, y cuantas veces me lo
preguntases te respondería la misma cosa. No quiero decir que no haya otros
mandamientos, sino que la humildad debe preceder, acompañar y seguir a todo lo
bueno que hacemos... si no el orgullo nos lo arrebata todo (S. Agustín, Epist.
118,22).
En
el siguiente Sermón nos dice San Agustín: Sigamos, pues, los caminos que él nos
mostró, sobre todo el de la humildad. Tal se hizo él para nosotros. Nos mostró el
camino de la humildad con sus preceptos y lo recorrió él mismo padeciendo por
nosotros. No hubiera sufrido si no se hubiera humillado. ¿Quién sería capaz de
dar muerte a Dios si él no se hubiese rebajado? Cristo es, en efecto, Hijo de
Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Él mismo es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, de quien dice San
Juan: En el principio era el Verbo, y
el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. Él estaba al principio junto
a Dios. Por él fueron hechas todas las cosas y sin él no se hizo nada. ¿Quién
daría muerte a aquel por quien todo fue hecho y sin el cual nada se hizo?
¿Quién sería capaz de entregarle a la muerte si él mismo no se hubiese
humillado? Pero ¿cómo fue esa humillación? Lo dice el mismo Juan: El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros. El Verbo de Dios no podría ser entregado a la muerte. Para que
pudiera morir por nosotros lo que no podía morir, el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros. El inmortal asumió la mortalidad para morir por
nosotros, para con su muerte dar muerte a la nuestra. Esto hizo Dios; esto nos
concedió. El grande se humilló; después de humillado se le dio muerte; muerto,
resucitó y fue exaltado, para no abandonarnos muertos en el infierno, sino para
exaltarnos consigo en la resurrección final a quienes exaltó ahora mediante la
fe y la confesión de los justos. Nos dejó la senda de la humildad.” (S.
Agustín, Sermón 23 A,3-4).
En
cambio pobreza es la carencia de los bienes materiales necesarios para vivir
dignamente como hijos de Dios. Los pobres nacen así, los hacen así y viven así,
es decir, la pobreza es causada por la injusticia estructural en que se han
distribuidos los bienes materiales: “Este
mundo está lleno de necesitados y de pobres, como si fuera un gran hospicio de
pobres (…) Tu recibes del pobre más de lo que das. Das una moneda, y recibes el
cielo; das un vestido y recibes la inmortalidad (…) Y no esperen a casos de
extrema necesidad, cuando el pobre tiene ya la vela en la mano; porque entonces
ya no necesita alimento, sino la tumba” (Santo Tomas de Villanueva. Homilia.
Domingo Sexto Despues de Pentecostés 5-6).
Ahora
bien, no podemos afirmar que las personas son de origen humilde, la humildad no
es heredada, la persona se hace humilde en la vida o lo asume como una opción
de vida cristiana, para hacer la voluntad de Dios, como el que sirve (Mt 20,28;
22,27; Mc 10,45; Jn 13,12-15; Cfr Hec 14,21-23; Rm 13,8-10) O simplemente es un
cristiano sin Cristo.
Esta
realidad de humildad en Dios, solo se puede vivir desde la obediencia a las
Sagradas Escrituras, porque el Padre ha entregado todo al Hijo: “Mi Padre me ha entregado todas las cosas.
Nadie conoce realmente al hijo, sino el Padre; y nadie conoce realmente al
Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera darlo a conocer” (Mt
11,27-28; Cfr. Mt 28,18; Jn 1,18; 3,35; 6, 65; 10,14-15; 17,2; y Sab 9,17) Este
conocimiento solo es posible por la Palabra, no podemos decir, que conocemos a
Dios, qué creemos en Él, si desconocemos la Palabra. ¿Cómo podemos ser
cristianos, seguidores de Jesús, sin leer, reflexionar, orar la Palabra? Sin el
conocimiento de la Palabra, no se puede llegar a Dios, ni ser comunidad
pos-pascual de creyentes.
Desgraciadamente
nosotros los cristianos hemos perdido la dimensión de la humildad en Dios,
también se ha marginado la Palabra de
Dios de nuestras actividades pastorales. Nos falta fundamentación bíblica y
comprender, que por medio de la Palabra se crea comunidad de fe centrada
en Cristo. Por esta razón, no se puede entender que hoy el cristiano dentro de
la Iglesia de Jesucristo esté desligado de la Palabra y de la vida sacramental.
Desde la Palabra y los sacramentos podemos llegar al conocimiento de Dios: 1-) Somos seguidores de Cristo y miembros de la Iglesia. 2-) Participamos de la función
sacerdotal, profética y real de Cristo. 3-) Somos participes de la fidelidad y
la coherencia con las riquezas y exigencias de ser cristianos con identidad de
Iglesia en el corazón de hombres y
mujeres.
Estos aspectos llevan al fiel a “buscar y promover el bien común en la
defensa de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables a los que
tiene toda criatura consagrada por el Espíritu, en la protección de los más
débiles y necesitados, en la construcción de la paz, de la libertad, de la
justicia, en la creación de estructura más justas y fraternas”[1].
Donde todos tengan igualdad de derechos y de dignidad ante los ojos de Dios.
Desde esta perspectiva, vemos que el papel de la
comunidad pos-pascual de creyentes en nuestra Iglesia no es de ser simples
espectadores pasivos de los acontecimientos renovadores de la misión, sino, una
comunidad dinámica, que sea capaz con su alegría y jovialidad anunciar lo
novedoso de Dios, su amor y su imprevisibilidad en medio del nuevo pueblo de Dios,
mostrándoles la Benevolencia de este Dios humano y amoroso que llama y acoge a
su pueblo pobre (Cfr. DA 409) cargando sobre sí sus pesados sufrimientos: “Vengan a mí todos ustedes que están
cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar. Acepten el yugo que
les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde” (Mt 11,28;
Cfr Jn 6,37) Este es el camino, el compromiso
de lealtad que se asume, si se quiere ser seguidor de Jesús Resucitado (Mt
23,2-4; Lc 11,46)[2].
El cansancio de quien ama no es pesado,
en realidad da alegría. Lo que cuenta es que se ama. (San Agustin. Dignidad de
la viudez, 21,26).
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