Lc 2,22-40
Recuerda, hay uno
que te escucha, no dudes en rogarle. Él está dentro de ti. Sólo tienes que
purificar los más secretos rincones de tu corazón. Él es el Señor nuestro Dios (San
Agustín. Coment. Ev. San Juan, 10,1).
La “caminada en la fe” como experiencia comunitaria
asumida por los seguidores de Jesús es haber optado por dejarlo todo por
seguirle y no aferrados a lo que representaba la seguridad de mantenerse en el
cumplimiento moralista de las estructuras regulativas de la ley mosaica, sino
salir a la aventura del riesgo en la novedad del desprendimiento que implica
convertirse, creer y seguir a Jesús sin llevar nada para el camino: “Les ordenó que nada tomasen para el
camino, a excepción de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja;
y que fueran calzados con sandalias y no vistieran dos túnicas” (Mc 6,8-9) es
dejar que Dios actué, es estar dispuestos a la imprevisibilidad de Dios (Cfr.
Mt 6, 25-34).
La opción de quien sigue es estar atentos a dar fe
en la esperanza (Cfr. 1P 3,15) en medio del corazón del pueblo que busca la
justicia de Dios frente a los que odian el bien y se aferran al mal llevando en
su corazón todo tipo de acciones en
contra de los hombres y Dios, siendo advertidos por el mismo Señor: “Pero ustedes odian el bien y aman el mal,
arrancan la piel de encima, y la carne de los huesos. Los que han comido la carne de mi pueblo, han
arrancado su piel, han roto sus huesos y lo han despedazado como carne en el
caldero, como tajadas en la olla” (Mq 3,2-3).
Todo aquel que asume el riesgo de seguir a Jesús está
abierto siempre a nuevas opciones en la maduración de la fe, es opción dinámica
que busca el crecimiento de la
comunidad. Pero los que optan por el mal en su vida creen y piensan que los
demás deben asumir el mismo comportamiento y ser testigos de la opción que nos
aleja de Dios. En cambio los que han empezado a peregrinar en el Señor van en
el sendero de los que rinden culto a Dios, son el pueblo pobre que está a la
expectativa de la acción del Espíritu Santo (Cfr. Lc, 2,26) haciéndose piadosos
y justos ante los ojos del Señor (Cfr. Mc 2,25) y se dejan mover por el Espíritu
(Cfr. Lc 2,27) para salir al encuentro del Señor.
El Espíritu del Señor es fuerza motivadora que
impulsa los corazones que al sentirse llamados van al encuentro del Salvador,
llenándose de gozo por ser favorecidos del Dios de la vida, el Dios de los
pobres que se revela en sus brazos:
“Lo tomó en brazos y alabó a Dios diciendo:
Ahora, Señor, puedes, según tu Palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz,
porque han visto mis ojos tu salvación, lo que has preparado a la vista de
todos los pueblos, luz para iluminar a la gentes y gloria de tu pueblo Israel”
(Lc 2,20-32).
Este cantico de Simeón es la manifestación gloriosa del
pueblo pobre que cumple lo prescrito (Cfr. Ex 13,2.11-13; Nm 18,15; 1S 1,24-28)
Por esta razón, la presentación de Jesús
se da en el templo dándole cumplimiento a lo mandado por la tradición judaica
para los pobres: “Si no le alcanza para
presentar una res menor, tome dos tórtolas o dos pichones, uno para el
holocausto y otro para el sacrificio por el pecado” (Lv 12,8; Cfr. Lv 5,7).
Lucas enfatiza que la presentación de Jesús se da en el
templo; Lucas centra la presencia cultual de Jesús en el templo: El
Templo: Representa el lugar de
acontecimientos de la actividad pública de Jesús: “Allí se da inicio el Evangelio
(Cfr. Lc 1,5-20); Los padres de Jesús cumplidores de la ley lo llevan al templo
(Lc 2,22) En el Templo es recibido como Mesías (Cfr. Lc 2,26) En el Templo
enseña (Cfr. Lc 2,41-52) También en el Templo Lucas coloca el inicio del
ministerio de Jesús (Cfr. Lc 4,14-30) Desde el Templo se abre la perspectiva de
la esperanza, de la liberación (Cfr. Lc 21)[1]”.
En el templo se abre paso a la misión de María como Madre,
como verdadera hija de Dios que manifiesta el amor de Dios a los pobres: “Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi
espíritu se alegra en Dios mi salvador… Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los de corazón altanero. Derribó a los potentados de su trono y
exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y despidió a los
ricos con las manos vacías” (Lc 1, 46. 51-53).
Ella fue al templo a purificarse (Cfr. Lc 2,22) También
llevó a Jesús (Cfr. Lc 2,22-24) y Allí en este acto de purificación recibe la
noticia que al llevar la luz del mundo al templo irá acompañada de hostilidad y
persecuciones propiciado por su pueblo y esto hace la fortaleza de la misión de
María como Madre e Hija en el Hijo de Dios porque participará del destino
doloroso del Hijo causado por la hostilidad de su propio pueblo, la misión de
María es asociada en Lucas con la pedagogía de la cruz del Salvador: “Este está destinado para caída y elevación
de muchos en Israel, y como signo de contradicción _ ¡A ti misma una espada te
atravesará el alma! _, a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones” (Lc 2,34-35; Cfr. Zc 12,10).
Corazones que se fortalecerán con la llamada novedosa de
Jesús aunque muchas espadas atraviesen nuestros corazones porque el Señor
derramará sobre nosotros un “Espíritu de gracia y de oración” (Zc 12,10) para
poder mirar al salvador que está en la cruz y allí miraremos al que traspasaron
(Cfr. Jn 19,37) por nuestra salvación.
A modo de conclusión:
“Es una fiesta
antiquísima de origen oriental. La Iglesia de Jerusalén la celebraba ya en el
siglo IV. Se celebraba allí a los cuarenta días de la fiesta de la epifanía, el
14 de febrero. "Celebraba con el mayor gozo, como si fuera la pascua
misma"'. Desde Jerusalén, la fiesta se propagó a otras iglesias de Oriente
y de Occidente. En el siglo VII, si no antes, había sido introducida en Roma.
Se asoció con esta fiesta una procesión de las candelas. La Iglesia romana
celebraba la fiesta cuarenta días después de navidad. Entre las iglesias
orientales se conocía esta fiesta como "La fiesta del Encuentro".
Esta fiesta comenzó a ser conocida en Occidente, desde el siglo X, con el
nombre de Purificación de la bienaventurada virgen María. Pero esto no era del
todo correcto, ya que la Iglesia celebra en este día, esencialmente, un
misterio de nuestro Señor. En el calendario romano, revisado en 1969, se cambió
el nombre por el de "La Presentación del Señor"[2].
Dame, Señor, la fuerza de
buscarte ya que me hiciste capaz de encontrarte y me has dado la esperanza de
encontrarte siempre más (San Agustín. Trinidad 15,51).
[1]
G. Casalins. Otro texto para no leer: Reflexión Lc 21,25-28.34-36. Medellín, 2
diciembre 2010.
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