Mt 2,1-12
Dios ha creado tanto a los ricos como a los pobres. Los ricos y los
pobres, por tanto, han nacido iguales. Encuentras a otro como tú, y caminen
juntos (…) El Señor ha creado a ambos (San Agustín. Serm. 35,7).
El proyecto cristiano dentro de la Iglesia católica
es en primer lugar un encuentro con Jesús resucitado, en segundo lugar un
anuncio Kerygmático y en tercer lugar la
vivencia del reino de Dios anunciado y presenciado por el resucitado, estos
acontecimientos han marcado la pedagogía de la fe dentro de la comunidad de
creyentes que dieron origen a la Iglesia-comunidad
del Resucitado.
La fe en Jesucristo, es la fuerza que ha motivado a
esta comunidad para hacer del anuncio Kerygmático la presencia viva de la
realidad que se vivió en adviento, navidad y que se va a vivir en cuaresma y
semana santa y las pascuas tanto de navidad como de resurrección. Esta
experiencia de fe ha iluminado el pesebre del corazón de los creyentes que
dejaron que el niño envuelto en pañales los iluminara.
Cristo nace en la comunidad haciéndose comunidad,
nace en la historia haciéndose historia, nace en el reino haciéndose reino,
nace entre los hombres, haciéndose hombre, nace en la humanidad, haciendo
haciéndose humano. Esta es la manifestación gloriosa, la estrella que han
venido a ver, la luz resplandeciente en el pesebre del niño que nació y es
recibido y presentado al mundo de los que los acogieron y es presentado a pesar
de los que lo ignoraron: “Vino a su
propia casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11):
Los magos descritos según la imagen se tenía de los
sacerdotes astrólogos de caldea (Dn 2,2), representan aquí las religiones
ajenas a la Biblia. Los sacerdotes judíos y los jefes del pueblo de Dios no
reciben la nueva del nacimiento de Jesús, pero Dios se revela a algunos de sus
amigos del mundo pagano. Jesús es el salvador de todos los hombres y no
solamente de los que se ubican en su Iglesia (EVD. La Biblia Latinoamericana.
Ed. 1. 2004. Comentario a Mt 2,1-12).
A todos los pueblos de buena voluntad se le revela
la luz gloriosa de Dios: “No tengan
miedo, pues yo vengo a comunicarles una buena noticia, que será motivo de mucha
alegría para todo el pueblo: (...)
Ha nacido para ustedes un Salvador, que es el Mesías y el Señor. Miren cómo lo
reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado
en un pesebre” (Lc 1,10-12) La luz que han despreciado los
de su propia casa ahora es la luz revelada a todos los pueblos.
Epifanía, es la fiesta de la manifestación de la
luz, como ya hemos planteado en las reflexiones anteriores:
La
manifestación de Dios a los pueblos se desarrolla en el marco de la comunidad
de creyentes por medio de la realización del encuentro humano-divino,
intercambio solidario de Dios que ha colocado su tienda entre nosotros: “Aquel
que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros, lleno de amor y
verdad. Y hemos visto su gloria, la gloria que como Hijo único recibió del Padre”
(Jn 1,14). Jesús
ha nacido en el seno de su pueblo pobre (Lc 2,6-20) para que se cumpla la
tradición bíblica anunciada por los profetas: "En Belén de Judá, porque
así lo ha escrito el profeta: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni
mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que
será el pastor de mi pueblo Israel" (Mt 2,6; Cfr. Mq 5,2). La promesa se
universaliza a todos los pueblos así lo reflexiona teológicamente Mateo y Lucas
en dos acontecimientos: La visita de los personajes que llegaron a visitar al
niño (Mt 2,1-12) junto con la visita de los pastores (Lc 2, 8-20) Ellos fueron
a ver el acontecimiento de Nazaret guiados por el Ángel y la estrella: "Hacia Israel avanzará una estrella, y un nuevo reinado aparecerá
en Israel" (Cfr. Nm 24,17) Esta es la luz que ilumina a las naciones (Cfr. Mt 2,9) al igual que en el pasado
fue guiado el pueblo de Israel (Ex 13,17-22) Ahora el pueblo que vivía en las
tinieblas ha sido guiado hacia el pesebre, la casa de la liberación cumplimiento
de todas las promesas bíblicas sobre el Mesías[1].
A modo de conclusión
·
Cristo, luz universal. Es una verdad de nuestra fe
que "uno ha muerto por todos" y "que nadie más que él puede
salvarnos" (Hch 4,12). Este misterio salvífico de la muerte de Cristo (de
su vida y de su resurrección) ilumina con su resplandor a la humanidad en su
totalidad, sin exclusión alguna. Dice bellamente el catecismo: "La llegada
de los magos a Jerusalén para ´rendir homenaje al rey de los judío´ (Mt 2,2)
muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (Cfr.
Nm 24,17; Ap 22,16), al que será el rey de las naciones (Cfr. Nm
24,17-19)" (CIC 528). Los Padres del Concilio Vaticano II comenzaron la
Constitución dogmática sobre la Iglesia con estas palabras: "Cristo es la
luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo... desea vehementemente
iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el
rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas" (LG
1). Esta verdad forma parte del patrimonio perenne de la Iglesia y fundamenta
su razón misma de ser en el mundo.
·
Cristo, misterio de Dios. La universalidad
salvífica de Cristo no consta en los anales de la historia humana ni es
deducible mediante estudios historiográficos profundos ni resulta del esfuerzo
de penetración de una mente extraordinaria y sin igual. San Pablo, que tuvo que
enfrentarse en primera persona con esta realidad y luego defenderla a capa y
espada frente a los adversarios, quedó convencido íntimamente -y así nos lo
dejó escrito- de que está de por medio "un
misterio que consiste en que todos los pueblos comparten la misma herencia, son
miembros de un mismo cuerpo y participan de la misma promesa hecha por Cristo
Jesús a través del evangelio" (Ef 3,6). Un misterio de Dios, que por
tanto sólo Dios puede revelar, en el modo previsto por su providencia. A los
magos el misterio se les reveló por medio de una estrella (…) A este Niño, Luz universal envuelta en el
misterio de Dios, sentido y plenitud de la humana existencia, no se puede dejar
de adorarlo y de ofrecerle nuestros regalos, como hicieron los magos; no se
puede dejar de consagrarle nuestra vida (…) Sumisión y ofrecimiento, obediencia
a la voluntad divina y donación son las coordenadas de todo cristiano que acoge
con amor y gozo el misterio de Cristo[2].
"La adoración
del único Dios libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud
del pecado y de la idolatría del mundo" (CIC 2097).
[1]
CASALINS, G. Otro texto para no leer: Reflexión Mt 2,1-12. Medellín de 2012.
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