Lc 1,26-38
Hermanos y
hermanas, somos parte de un solo Cuerpo y tenemos una sola Cabeza, en el cielo.
No nos vemos los unos a los otros con nuestros ojos, pero nos conocemos por el
amor que nos une (San Agustín. Coment.1Carta S. Juan 6,10).
La experiencia de Dios en el pueblo es narrada como
acontecimiento y pedagogía de fe de Dios quien escogió un pueblo y del pueblo
que escogió su Dios, este pueblo ha pasado de una cultura politeísta a una religión
monoteísta. Este Dios que ha sido escogido le ha mostrado su benevolencia, lo
condujo con brazo fuerte por el desierto, lo formó pueblo, y lo llamó el pueblo
de su propiedad. Aún cuando el pueblo rompió la alianza hecha con Dios, Él se
mantuvo fiel y lo siguió considerando su pueblo: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo” (Lv 26,12; Ex 36,28; 37,27).
Pero el pueblo conservó algunos rasgos idolátricos,
muchas veces volvió a ellos, se alejó de Dios, cambió su suerte. A pesar de
esto Dios suscitaba profetas para advertirle que no se desviaran del camino: “Todas esas escrituras proféticas se
escribieron para enseñanza nuestra, de modo que, perseverando y teniendo el
consuelo de las Escrituras, no nos falte la esperanza” (Rm 15,4) Pero no
hicieron caso a las advertencias, ni a las palabras de los profetas, no
rectificaron el camino, seguían lejos de la Alianza.
Dios mantuvo la promesa de la Alianza-salvación, siempre
estuvo fiel a su propuesta de enviar un Salvador-Mesías que regiría a su pueblo
(Cfr. Gn 49, 8; Nm 24,17-19; 1Sm
7,12-17; Is 7, 10-9,6; 11, 1-4; Jr 30,21.22; Mq 5,1-2) La promesa hecha por
Dios se concretizó, se hizo realidad porque Dios ha puesto desde la antigüedad
la enemistad entre la humanidad (primera mujer) y su linaje, quien pisará la
cabeza del mal (idolatría) mientras éste acecha (Cfr. Gn 3,15) Al hacerse
realidad la promesa, el mal es vencido, porque la plenitud de los tiempos ha
llegado: “Pero al llegar la plenitud de
los tiempos, envío Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de
la ley, para rescatar a los que se hallaban sometidos a ella y para que
recibiéramos la condición de Hijos” (Gal 4,4-5).
A esta realidad, ha sido enviado el Hijo de Dios,
el salvador. Dios interviene en la historia del pueblo en la Antigua Alianza,
ahora su intervención es definitiva y plena por medio de su Hijo que es el
centro del plan de Dios - la Nueva Alianza (Cfr. Ef 1,3-19; 3,1-12) culmen de
esta intervención de salvación (Cfr. Heb 1,22 Cor 6,2) En la cruz se realiza la
alianza nueva (Mc 14,22-23) con la muerte y resurrección de Jesús se sella la
victoria de Dios sobre el mal (Jn 12,31; 16,11) y se abre el paraíso, cerrado
por consecuencia del pecado humano (Lc 23, 42-43) allí con su Espíritu se da el
camino hacia la nueva creación (Jn 3,5; 7,37-39;19,30-34; 20,22) centro de la
historia de salvación, el principio y el
fin (Ap 22,13) el ayer y el hoy (Heb 13,8) el que era, el que es y viene (Ap
1,8).
Esta realidad de salvación es engendrada en el
vientre de una mujer Virgen: “El Espíritu
vendrá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35)
a quien se le ha encomendado la misión de ser Madre del Salvador, del Mesías: “Vas a concebir y a dar a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31) Este anuncio de salvación María no se lo
reservó para sí, ella lo llevó y anunció (Cfr. Lc 1,39-45) lo que desde el
principio existía y estaba con Dios (Cfr. Jn 1,1-2) Ella fue proclamada dichosa
por haber creído que se cumplirán las promesas del Señor (Cfr. Lc 1, 45) Él
hizo grandes obras en ella (Cfr. Lc 1,49-50).
Su fe nos hizo tener fe en las grandezas del Señor,
su Sí nos hizo decir Sí y dar crédito a las Palabras del Señor y hacer su
voluntad (Mc 3,31-35; Lc 11, 27-38) nos invitó a que hiciéramos lo que el Hijo manda (Cfr. Jn
2,5) porque ella lo hizo primero (Cfr. Lc 1,38) al formarse como discípula en
la escuela de aquél que ella llevó en su
vientre. Ella no guardó para sí el tesoro de la fe: “Este tesoro de la fe no es para uso
personal. Es para darlo, para transmitirlo, y así va a crecer. Hagan conocer el
nombre de Jesús. Y si hacen esto, no se extrañen de qué en pleno invierno
florezcan rosas de Castilla. Porque saben, tanto Jesús como nosotros, tenemos la
misma Madre” (Papa Francisco).
A modo de conclusión- San Agustín plantea:
·
Les pido que atiendan a lo que dijo Cristo el
Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis
hermanos; y el que hace la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es mi
hermano y mi hermana y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre
la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe,
que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra
salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella?
Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y
por esto que la madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que
por ser madre de Cristo. Por esto María fue bienaventurada, porque, antes de
dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.
·
Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor,
seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el
seno que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la
felicidad en las realidades de orden material, ¿Qué es lo que respondió?:
Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen. De ahí que
María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó
en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de
Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo
Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más
importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno. María fue
santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen
María. ¿En qué sentido? En cuanto que
María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un
miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es
parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus
miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo
constituyen la cabeza y el cuerpo.
·
¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la
Iglesia, una cabeza divina, tenemos el mismo Dios por cabeza. Por tanto,
amadísimos hermanos, atiendan a ustedes mismos: también ustedes son miembros de
Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando
dice: Estos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo serán madre de Cristo? El que
escucha y el que hace la voluntad de mi Padre celestial es mi hermano y mi
hermana y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que
nos da cristo de hermanos y hermanas: la herencia celestial es única, y, por
tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos
herederos del Padre y coherederos suyos. (San Agustín. Serm. 25,7-8).
A modo de conclusión 2: Evangelii
Gaudium 284-288
María, la Madre de la evangelización
284.
Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a
los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión
misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia
evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva
evangelización.
El
regalo de Jesús a su pueblo
285.
En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el
pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora
presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por
consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu
madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan
primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una
fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión
salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de
hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al
pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a
María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el
pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no
le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con
tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el
testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María, la
Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo, ha
sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las Escrituras
divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y
madre, se entiende en particular de la Virgen María [...] También se puede
decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y
hermana, virgen y madre fecunda [...] Cristo permaneció nueve meses en el seno
de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la
consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por
los siglos de los siglos».
286. María
es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos
pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza.
Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas.
Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas.
Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores
de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a
nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su
cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con
nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través de
las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente a los santuarios,
comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a
formar parte de su identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el
Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe
en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en
los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los
hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella.
Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y
cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su
consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón [...] ¿No estoy
yo aquí, que soy tu Madre?»
La
Estrella de la nueva evangelización
287. A
la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta
invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad
eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe, y «su excepcional
peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la
Iglesia». Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia
un destino de servicio y fecundidad. Nosotros hoy fijamos en ella la mirada,
para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los
nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores. En esta
peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y
hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras
Jesús crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable
nueva. No es difícil notar en este inicio una particular fatiga del corazón,
unida a una especie de “noche de la fe” –usando una expresión de san Juan de la
Cruz–, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir
en intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario
de fe».
288.
Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque
cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la
ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son
virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros
para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a
Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los
ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de
justicia. Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas
meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas del
Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen
imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la
historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y
trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que
sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta
dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo
que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos
que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa
para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de
un mundo nuevo. Es el Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena
de inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas»
(Ap 21,5).
Como excelente huésped, el
Espíritu te encuentra hambriento y sediento y te satisface abundantemente (San
Agustín. Serm. 225,4).
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