Lc 17,5-10
No te hagas llamar
¨maestro¨. Uno sólo es tu maestro, Cristo. Por eso, deja que él te hable
interiormente, en aquella parte de tu corazón donde nadie puede entrar (San
Agustín. Coment.1Juan 13,3)
El llamado a la misericordia: “Sean ustedes compasivos, como también su Padre es compasivo” (Lc
6,36) permite crear estructuras de
justicia, en el mundo injusto, que no ha escuchado la voz del Señor. Se cree en
un Dios lejano y ausente y esto ha permitido participar del sistema injusto con
el que somos complacientes: “Señor,
¿hasta cuándo gritaré pidiendo ayuda sin que tú me escuches? ¿Hasta cuándo
clamaré a causa de la violencia sin que vengas a librarnos? ¿Por qué me haces
ver tanta angustia y maldad? Estoy rodeado de violencia y de destrucción; por
todas partes hay pleitos y luchas. No se aplica la ley, se pisotea el derecho,
el malo persigue al bueno y se tuerce la justicia” (Hab 1,2-4).
Este clamor se da porque nosotros no escuchamos al
Señor, hemos escuchado la voz de los ídolos y quien no escucha la voz del Señor
tampoco es digno del Reino de Dios, porque permite en su interior el cultivo
del pecado, el pecado es una realidad al no escuchar la voz del Señor (Cfr. Lc
6,46-49) y no creer en el Hijo que ha sido enviado para liberarnos de la
idolatría, al no creer en Jesús ya somos condenados: “El que cree en el Hijo de Dios, no está condenado; pero el que no
cree, ya ha sido condenado por no creer en el Hijo único de Dios” (Jan 3,18;
Cfr Jn 3,19-21; Jn 5,24; 12,46-48; Jn 1,5.9; Mc 16,16; Ef 5,8-14).
La realidad de no escuchar y no creer en Jesús nos
ha llevado a un culto vacío intimista de premio y castigo, con lo que
manipulamos a nuestros hermanos por medio de largos rezos, vigilias y
peregrinaciones para poder acceder a la salvación, pero sin el conocimiento de
Jesucristo, este es el pecado en el que arrastramos a nuestros hermanos: “Jesús dijo a sus discípulos: No se puede
evitar que haya incitaciones al pecado; pero ¡ay del hombre que haga pecar a
los demás! Mejor le sería que lo echaran al mar con una piedra de molino atado
al cuello, que hacer caer en pecado a uno de estos pequeñitos. ¡Tengan cuidado!
(Lc 17,1-3a).
Este llamado a tener cuidado es el abuso que hacemos de la
interpretación literaria de la Palabra de Dios, la palabra debemos leerla desde
la realidad de la misma palabra que es la realidad de la narración de fe de la
comunidad que cree, no es un acto condenatorio, sino de fe, de liberación. La
palabra del Señor es camino de liberación y busca el rescate del hermano caído,
que es rescatado por la justicia de Dios “No
podemos seguir predicando una justicia basada en la compensación, el infierno
no es un mecanismo de Dios para castigar y el paraíso no es para premiar, son
condiciones de vida que asumimos y desarrollamos de acuerdo a nuestro actuar,
no somos parte de una cultura de premios y castigos”[1].
Dios no actúa así, Él no se ha olvida de
su pueblo, siempre está hablando en el silencio y escucha la voz del inocente y
habla en el momento oportuno de la historia a la comunidad y escribe en su
corazón: “El Señor me contestó: Escribe
en tablas de barro lo que te voy a mostrar,
de modo que pueda leerse de corrido. Aún no ha llegado el momento de que
esta visión se cumpla; pero no dejará de cumplirse. Tú espera, aunque parezca
tardar, pues llegará en el momento preciso. Escribe que los malvados son
orgullosos, pero los justos vivirán por su fidelidad a Dios” (Hab 2,2-4).
No esperar que el señor me retribuya mis largas
oraciones, vigilias y peregrinaciones, es la actitud del siervo que está en
constante oración para aumentar la fe: “Danos más fe” (Lc 17,5; Cfr. 9, 22-24) Esta
es la fe que se vive en la escuela del discipulado, la fe es una pequeña
semilla que crece y se hace fuerte (Cfr. Lc 17,6; Mt 17,20; 21,21; Mc 11,23): “Semilla de mostaza, El reino de Dios se da en el silencioso crecimiento de la semilla, de
la misma manera, la Palabra se da en la sensibilidad de Dios al pasar (1R
19,12-13) Así en el silencio de la Palabra va creciendo el reino de Dios. El
campo es la Iglesia-comunidad y el árbol que crece más que las otras plantas
del huerto, es la misma comunidad en crecimiento. Las demás plantas del huerto, son los que pertenecen a la Iglesia,
pero no se comprometen con Jesús Resucitado. Las ramas son las comunidades
creyentes, dentro de la Iglesia comunidad pos-pascual, que darán los frutos
requeridos (Cfr. Ez 17,23; Dn 4,12 {9}.20-21 {17-18}) Y allí, anidarán los
hijos de Dios que pertenecen al reino”[2].
El fiel al Señor es quien sirve, sin esperar nada
a cambio, es quien se pone a disposición
del Señor, escucha su voz y hace lo que le manda, porque el servidor no está al
servicio de los que viven injustamente el camino hacia el reino, y ponen trabas
a los hermanos en nombre de Dios y piensan en un intercambio religioso de
chantaje: “Yo te doy pero tú me das”: “Son muchos los que vienen ante Dios en
actitud de "justicia conmutativa". Piensan en un tipo de cambio de
comercio. Dios tiene derechos sobre nosotros y eso nos puede imponer unos
mandatos. Si los cumplimos mereceremos recibir la recompensa. Conciben la ley
como imposición; suponen que el premio corresponde a las acciones realizadas y
por eso se sienten dispuestos a exigirle a Dios la "paga". Frente a
esa actitud ha situado el evangelio la postura del "siervo" que
recibe el encargo que el señor le ha encomendado. Si obra bien no actúa por la
paga; hace simplemente lo que debe. De manera semejante, el verdadero seguidor
de Cristo ha descubierto que Dios es el Señor y que merece la pena realizar las
obras que nos manda. Por eso, al final del camino, no puede exigirle
abiertamente nada. No ha sido más que un pobre siervo; ha hecho aquello que
debía”[3].
Desde esta perspectiva, el siervo está al servicio del
reinado de Dios, solo se preocupa por servir, vive libre de los prejuicios de
condena y salvación: premios y castigos, concepción de la religión retributiva que
concibe la salvación como un esforzarse con sacrificios y privaciones para
merecerla, la ley hay que cumplirla para ser salvos, de lo contrario sería el
castigo-infierno- Esto es producto de una concepción religiosa lejos de la
misericordia: “La salvación no es un premio al mérito es un regalo de Dios” (Cfr. Jn 3,16) La verdadera
religión no es conjunto de doctrinas y normas que hay que cumplir, sino que es
una relación viva con Dios que murió por nosotros y prometió volver por
nosotros (Mt 16, 27; 24,30; 25, 31-46; 26,6; Jn 5, 28.29; 14,1-3; Hec 1,9-11;
1Tes 4,17; Fil 3,20; 21,1; 1Cor 1,7; 8,2; Tit 2,11-14; 2P 3,14; Heb 9,28; Ap
1,7; 22,12.20).
Como excelente huésped, el
Espíritu te encuentra hambriento y sediento y te satisface abundantemente (San
Agustín. Serm. 225,4).
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