lunes, septiembre 16, 2013

TODOS LOS PUBLICANOS Y LOS PECADORES SE ACERCABAN A ÉL PARA OIRLE


Lc 15,1-32 

“Querías poner en la misma balanza tu alma y tus ganancias; compárala con el mundo. Querías perderla para adquirir la tierra: ella pesa más que el cielo y la tierra. Pero actúas así, porque abandonando a Dios y amándote a ti, saliste hasta de ti y aprecias ya, más que a ti, a otras cosas que están fuera de ti”. (San Agustín. Serm 330,1-3). 

Se ha planteado muchas veces que el apego a las cosas efímeras, nos alejan del proyecto de Dios, de la búsqueda del reino y su justicia, olvidándonos de volver a nosotros mismos: “Vuelve a ti mismo, más cuando hayas vuelto a ti, no permanezcas en ti. Antes de nada; vuelve a ti desde lo que está fuera de ti, y luego devuélvete a quien te hizo, a quien te buscó cuando estabas perdido, a quien te alcanzó cuando huías y a quien te volvió hacia sí cuando le dabas la espalda. Vuelve, pues, a ti mismo y dirígete hacia quien te hizo. Imita a aquel hijo menor, porque quizá eres tú mismo. Hablo al pueblo, no a un solo hombre; y, si todos pudieran oírme, no lo diría a uno solo, sino al género humano”[1].

La actitud de desprendimiento de Jesús y estar al lado de los pecadores es causa de rechazo y murmuración de los fariseos y los escribas, de esta manera, Jesús no puede ser un profeta de Dios, porque no actúa acorde a las leyes judaicas, acoge a los pecadores y come con ellos (Cfr. Lc 15,2) Jesús descifra estos pensamientos y por medio de tres parábolas coloca la misericordia del Padre por encima de los que piensan y tienen proyectos mezquinos frente al plan de Dios. Estas parábolas son llamadas en el evangelio de Lucas, parábolas de la misericordia: 

1.      La alegría por un pecador arrepentido (Oveja perdida y encontrada).
2.      La felicidad por la moneda encontrada (Dracma[2] perdido y encontrado).
3.      El padre misericordioso (Hijo pródigo). 

Las tres primeras parábolas presentan el mismo esquema: a) Perdida y hallazgo (Lc 15,4-6; 8-9) b) Alegría y fiesta e invitación a la comunidad por el encuentro (Lc 15, 7.10) La parábola del Padre misericordioso que está a la espera del hijo ausente para acogerle con amor de Padre. En la parábola del Padre misericordioso, Dios es el Padre que no abandonó al hijo ausente; el hijo que partió es la comunidad pecadora que se aleja y el hijo mayor son los judíos que se relegaron del reino por no aceptar la palabra siempre antigua y siempre nueva, rechazando a quien se la anunciaba. 

En la parábola del Padre misericordioso, resaltamos: 

1.      AUSENCIA DE SI MISMO - Lc.15, 11-16

Es necesario que nosotros desde nuestro caminar como cristianos dentro de la comunidad eclesial, busquemos nuestra identidad como personas, como religiosos y como ser dentro de un mundo en crisis y desde allí proyectar nuestra vida para encontrarnos a nosotros mismos. 
Por esta razón, es necesario apartarse del ruido que produce desestabilidad en nuestra vida:
“Camina plácido entre el ruido y la prisa...y piensa en la paz que se puede encontrar en el silencio. En cuanto sea posible y sin rendirte, mantén buenas relaciones con todas las personas. Enuncia tu verdad de una manera serena y clara escucha a los demás, incluso al torpe o el ignorante: también ellos tienen su historia. Evita las personas ruidosas y agresivas, ya que son un fastidio para el espíritu. Si te comparas con los demás, te volverás vano y amargado, porque siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú” (Desiderata).
En la libertad que Dios nos ha dado, hemos reclamado nuestra herencia para vivir una larga ausencia y alejados de los intereses comunes de la casa paterna: “Había un hombre que tenía dos hijos. El menor dijo a su Padre: ‘¡Dame la parte de la hacienda que me corresponde`-El hijo menor juntó todos sus haberes, y unos días después se fue a un país lejano. Allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada” (Lc 15,11-13) La ausencia de la casa paterna es muchas veces cuestión de un deseo de libertad mal orientada. Queremos salir de allí de donde nos sentimos oprimidos, esclavos, para buscar supuestamente nuestro espacio, a esto es lo que muchas veces llamamos libertad.
La libertad se convierte en afán de escapar, malgastando tiempo en querer hacer nuestra voluntad, despilfarramos la herencia, la vida y la caminada y sobre todo lo que verdaderamente nos hace libres. Tenemos un afán de protagonismo, creado por la necesidad de satisfacer nuestro egoísmo, creamos un mundo fantasioso en esa larga ausencia.

2.      ENCONTRARSE ASI MISMO – Lc. 15,17-21

Buscarse así mismo es un encuentro doloroso, entre la larga ausencia y la pasajera presencia de sí mismo y de Dios en nuestra vida; reconocer nuestros errores es doloroso porque no estamos acostumbrados a hacerlo, es más fácil vivir en el error que vivir en la libre esperanza de la libertad de los hijos de Dios. La huida muchas veces  nos resulta más fácil de asumir que correr el riesgo de volver: “Finalmente recapacitó y se dijo: ´¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de  hambre!` Tengo que hacer algo: volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios ante ti. Yo no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros. Se levantó, pues, y se fue donde su padre” (Lc 15,17-20.
Este es el regreso del que ha querido rectificar su camino de oscuridad para ir nuevamente a la luz paterna, es volver a la casa del padre, es querer recuperar la vida interior, es encaminar la vida hacia un cambio radical y coherente con el amor brindado por el padre, es pedir la restitución de  la libertad vivida, la que había dejado y ahora quiere volver a tener.
El camino a la felicidad es la vocación a la vida y desde aquí integrar nuestra interioridad con Dios, es ir al encuentro en la casa del Padre, donde podamos comenzar la fiesta del retorno, el gran encuentro en la casa paterna para vivir a plenitud el Reinado de Dios y su justicia es el encuentro en la casa paterna es el punto de llegada de toda opción de vida para comenzar la fiesta del retorno, del gran encuentro entre el padre y el hijo. El padre siempre está en la puerta y espera que el hijo retorne, desde la distancia él lo espera: “Estaba aún lejos, cuando su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó” (Lc 15,20).
Este abrazo de acogida hace que el ausente reconozca con dolor su partida, su distancia, su error: “Entonces el hijo le habló: ´Padre, he pecado contra Dios y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo” (Lc 15,21) El Hijo llega con el traje no apropiado para el encuentro, llega descalzo y sintiéndose un forastero. El traje con que llega, es el traje de la huida, del distanciamiento, de la ausencia. El hijo al reconocer su distanciamiento y su error, comienza el camino de la conversión y empieza a buscar su identidad como hijo; ha vuelto a la casa paterna, ha regresado de donde estaba ausente. El padre misericordioso lo acoge y lo invita a la casa, le devuelve la confianza de los hijos junto al Padre, sabe que de allí no ha debido salir, por eso el padre le ha puesto el traje apropiado, lo ha calzado y le ha colocado el anillo de pertenencia lo ha preparado para el encuentro gracioso de su amor.

3.      LA FIESTA DEL ENCUENTRO – Lc. 15,22-24

En este encuentro festivo se recobra todo el entusiasmo que da la dignidad como seres humanos que vuelven al camino del padre, nos hemos reconciliados con nosotros mismos y con el padre, aprendimos a vivir en la casa paterna, hemos buscado la reconciliación y hemos dejado de odiarnos. De esta manera el alejamiento crea en nosotros sentimientos de rechazo y de odio; pero el beso del Padre, que significa amor y acogida, nos devuelve la confianza en nosotros mismos, es acercamiento y acogida, es encuentro festivo de amor y perdón y reconocimiento de la falla cometida, el padre hace una fiesta por el hijo que ha vuelto y el hijo vuelve confiado en el amor del padre: “El padre dijo a sus servidores: ´¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo. Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies. Traigan el ternero gordo y mátenlo; comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado` Y comenzaron la fiesta” (Lc 15,22-24) La fiesta del encuentro es la fiesta por el hijo ausente que ha vuelto a la casa y el padre se ha llenado de alegría porque “hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,4-7).

4.      LA INTRANSIGENCIA DEL HIJO MAYOR (Lc 15, 25-32) 

El hijo mayor al igual que los fariseos y maestros de la ley se negaba a entrar y sentarse con los pecadores, es incapaz de comprender la misericordia del perdón que el padre asume; pero el padre misericordioso lo llama, lo manda a llamar, lo acoge también, para que se alegre con él porque el hijo que creían muerte ha vuelto a la vida, el que creían perdido había regresado y lo han recobrado con vida, porque hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos, quedando abierta la invitación para que todos participemos del banquete del retorno. Todos somos invitados. 

A modo de conclusión
SAN AGUSTÍN explica LA PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO:
“El hombre que tuvo dos hijos es Dios que tuvo dos pueblos” (pueblo judío y gentil). “La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria, el ingenio, y todo aquello que el Señor nos dio para que le conociésemos y alabásemos. Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región lejana. Lejana, es decir, hasta olvidarse de su Creador. Disipó su herencia viviendo pródigamente; gastando y no adquiriendo, derrochando lo que poseía y no adquiriendo lo que le faltaba; es decir, consumiendo todo su ingenio en lascivias, en vanidades, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad llamó meretrices.
No es de extrañar que a este despilfarro siguiese el hambre. Reinaba el hambre en aquella región; no hambre de pan visible, sino hambre de la verdad invisible. Impelido por la necesidad, cayó en manos de cierto príncipe de aquella región. En este príncipe ha de verse al diablo, príncipe de los demonios, en cuyo poder caen todos los curiosos, pues toda curiosidad ¡licita no es otra cosa que una pestilente carencia de verdad. Apartado de Dios por el hambre de su inteligencia, fue reducido a servidumbre y le tocó ponerse a cuidar cerdos; es decir, la servidumbre última e inmunda en que suelen gozarse los demonios. No en vano permitió el Señor a los demonios entrar en la piara de puercos. Aquí se alimentaba de bellotas que no le saciaban. Las bellotas son, a nuestro parecer, las doctrinas mundanas, que alborotan, pero no nutren, alimento digno para puercos, pero no para hombres; es decir, con las que se gozan los demonios, e incapaces de justificar a los hombres.
Al fin se dio cuenta en qué estado se encontraba, qué había perdido, a quién había ofendido y en manos de quién había caído. Y volvió en sí, primero el retorno a sí mismo y luego al Padre […] Habiendo retornado a sí mismo, se encontró miserable: Encontré la tribulación y el dolor e invoqué el nombre del Señor (Sal 114,3-4). ¡Cuántos mercenarios de mi padre, se dijo, tienen pan de sobra y yo perezco aquí de hambre!  […]Se levantó y retornó. Había permanecido o bien en tierra, o bien con caídas continuas. Su padre lo ve de lejos y le sale al encuentro. Su voz está en el salmo: Conociste de lejos mis pensamientos (Sal 138,3). ¿Cuáles? Los que tuvo en su interior: Diré a mi padre: pequé contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo, hazme como uno de tus mercenarios (Lc 15,13-19)”. Ora en la tribulación sin saber que el Padre le oye, piensa: “Diré a mi Dios esto y aquello”; sin temor pues Dios ya está en esa oración dando confianza: “¡Cuán cerca está la misericordia de Dios de quien se confiesa! Dios no está lejos de los contritos de corazón […] (Sal 33,19)[3]

“Cura y abre mis ojos para que pueda reconocer tu deseo. Combate mi locura y así podré conocerte” (San Agustín. Soliloquios 1,1).


[1] San Agustín. Serm 330,1-3
[2] Antigua moneda de plata usada por los griegos y romanos.
[3] SAN AGUSTÍN, Sermón 112A, 1-5. 

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