Lc 14,25-33
¡Muchos se dicen
cristianos, pero en realidad no lo son! No son lo que la palabra significa: no
lo son en la vida, en las costumbres, en la fe, en la esperanza y mucho menos
en la caridad. (San Agustín. Comentario a la 1 carta de S. Juan 4,4).
El discipulado es un
llamado a la vida, a la felicidad de
quien desprendiéndose de toda atadura busca la razón de su ser como cristianos:
Negación de sí mismo para alcanzar el reino, entregándose totalmente a Cristo
sin apegos, que muchas veces, impiden ser coherentes con las exigencias del
seguimiento (Cfr. Lc 9,57-62) El discipulado es escuela donde se forman los
seguidores que construyen el reino de Dios y su justicia (Cfr. Mt 6,33) Es
escuela de los que dejan todo en la arena para seguir a Jesús, porque hay que
dejarlo todo por Él (Cfr. Mc 1,17-18).
Quien no deja todo: Casa, padre, madre, hermanos,
hermana, madre, mujer e hijo y se desprende de sí mismo no es apto para el
reino y no puede ser discípulo de Jesús (Cfr. Mc 8,34-38; Mt 10, 37-39; 19;
16,24-26; 19,29; Lc 14, 26; 14, 26) Quien deja todo es el que asume con
coherencia su caminar en la fe desde el seguimiento: “Seguimiento es la disposición de
desprendimiento, es estar dispuestos a vivir y seguir el caminar del Maestro;
es no tener donde reposar la cabeza, es seguir fielmente el mandato del Señor
(Cfr. Lc 9,58) El seguidor no antepone las cosas humana a las realidades
divinas. Es no detenerse en el camino, sino dejar todo atrás: el pasado que nos
impide vivir en la libertad de los Hijos de Dios: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9,60) Es decir,
estar dispuestos a escuchar el llamado y asumirlo. El seguimiento exige de
nosotros renuncia y entrega. Es dejarnos
enamorar de la Palabra, es dejar el arado que hemos hecho sin dirección, que
nos interrumpe el camino: “El que pone la
mano en el arado y sigue mirando atrás, no sirve para el reino de Dios” (Lc
9,62; Cfr. Fil 3,13; Heb 12,1-2)[1]”
Por esta razón, todo
intento de apego familiar, social, cultural y de bienes efímeros en el
seguimiento es negación de Cristo Jesús, es desprecio del reino de Dios,
alejándonos de la pedagogía de la cruz para seguir nuestros intereses egoístas,
dejándonos influenciar por pensamientos y proyectos mezquinos: “Los
pensamientos humanos son mezquinos y nuestros proyectos, caducos” (Sab 9,14)
Frente a éstos, la pedagogía de la cruz es vivencia en la caminada del
desprendimiento, es vivir en la libertad de la felicidad que nos da el amor a
la cruz de Cristo Jesús, es renuncia para vivir en la libertad del amor
familiar (Cfr. Mc 3,31-35): Entre más amo a mi familia más libre soy frente a
ellos y más valoro la relacionalidad con ellos. Cuánto más amor tengo hacia
Jesús más libre soy frente a las cosas materiales, la cultura, la sociedad y
más libre actúo frente a ellas.
Porque portar la cruz es
vivir llevando en el corazón lo que dice Jesús: “No peito eu levo uma cruz, No meu coração o que disse Jesus”[2].
Es asumir el camino del desprendimiento para vivir aferrados a la cruz y a las
palabras de Jesús, es no dejar desvirtuar la sal, sino permitir que ella actúe
con su salinidad en la presencia del reino: “Buena
es la sal; más si también la sal se desvirtúa, ¿con qué se la sazonará? No es
útil ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera” (Lc 14,34-35)
Así seríamos nosotros si desvirtuamos el llamado para vivir apegados a los
bienes de esta tierra.
Asumir la cruz es alejarse de todo intento de
tentación al sufrimiento, es mantenerse libre frente a estas ideas que para
llegar al reino es necesario el sufrimiento terreno o corporal, eso sería negar
la intervención de Jesús en nuestra historia, sería convertirnos en sal desvirtuada.
Seguir a Jesús desde la Cruz es liberarse de prejuicios, es contagiar a los
demás de la jovialidad de Dios, es llevar la alegría de ser servidores y dejar que Dios actúe en el corazón del
creyente, es renunciar a todo tipo de riqueza que nos vuelve orgullosos y
tiranos frente a los demás: “Los que
quieren ser ricos caen en tentaciones y trampas; un montón de ambiciones locas
y dañinas los hunden en la ruina hasta perderlos. Debes saber que la raíz de
todos los males es el amor al dinero. Algunos, arrastrados por él, se
extraviaron lejos de la fe y se han torturado así mismos con un sin número de
tormentos” (1Tim 6,9-10).
Cuando nos apegamos a las cosas efímeras, vamos
hacia la perdición porque no calculamos los peligros que implica seguir aferrados
a estos y no se forjan los cimientos de nuestra vida y siempre viviremos en el
lamento de nuestra ruina (Cfr. Lc 14, 28-33) sin alcanzar la plenitud de la
felicidad en Dios que es lucha por instaurar el reino: “El
reino de Dios es para quienes deponen su apego a las riquezas y hacen la
voluntad del Padre, desprendiéndose de todo tipo de esclavitud, es asumir el
compromiso del llamado del Señor, sin condicionamientos, es dejarlo todo por
causa del reino, es estar libre de apegos, de la ley muerta y de tantas cosas
que lo impiden; es simple asunción en la cruz: La
pedagogía de la Cruz en el discipulado desestabiliza las pretensiones
particulares de ascender, quita el deseo reprimido de mando. El verdadero
discípulo seguidor de Jesús es el que se hace servidor de todos, comprende que
la cruz es servicio, es entrega, es darse por amor, es hacer profesión de amor,
es vida, es fe en Jesucristo, es hacernos uno con Él, es ser servidor del Reino
de la vida: “Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el
servidor de todos” (Mc 9,35). Desde esta perspectiva, quien está apegado
a sus riquezas materiales asume el camino contrario al seguimiento a pesar del
llamado del Señor, este tipo de atajo, es contrario al seguimiento de quien lo
deja todo por el Señor (Mc 1, 16-20; 3,13), de aquellos que son enviados a
predicar el evangelio, sin llevar nada para el camino (Mc 6, 6-13) solo
confiando en la providencia de Dios (Mt 6,19-21.24-34). Quien no comprende la
provincialidad de Dios, se apega así mismo a las cosas materiales rompiendo con
la dinamicidad del llamado incluso llegando al rechazo[3]“.
A modo de conclusión
Por tanto, tú que abandonando a
Dios, te amaste a ti mismo, amando el dinero, te abandonaste también a ti.
Primero te abandonaste, luego te perdiste,. El amor al dinero fue quien hizo
que te perdieras. Por el dinero llegas a mentir: La boca que miente da
muerte al alma (Sab 1,11). Ve, pues, que cuando vas detrás del dinero, has
perdido tu alma. Trae la balanza, pero la de la verdad, no la de la ambición;
tráela, te lo ruego, y pon en un platillo el dinero y en el otro el alma. Eres
tú quien pesas y, llevado por la ambición, introduces fraudulentamente tus
dedos: quieres que baje el platillo que contiene el dinero. Cesa, no peses;
quieres cometer fraude contra ti mismo; veo lo que estás haciendo. Quieres
anteponer el dinero a tu alma; por él quieres mentir y perderla a ella.
Apártate, sea Dios quien pese; pese él que no puede engañar ni ser engañado. Mira
que pesa Él; Mírale pesando y escucha su fallo: ¿Qué aprovecha a un hombre
ganar todo el mundo? Son palabras divinas, palabras de quien pesa sin
engañar, palabras de quien anuncia y avisa[4].
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