Lc 10,38-42
¡Oh sacramento del
Amor, signo de nuestra unidad y vínculo de nuestra fraternidad, todos los que
desean la vida tienen aquí la fuente! Permite que vengan acá y crean, únenos a
ti y haznos vivir (San Agustín. Coment. Evang. S. Juan 26,13).
La Iglesia de la misericordia, Iglesia del Buen
Samaritano, es la Iglesia de acogida, Iglesia hogar-familia reunida para
escuchar la voz del Maestro. Escuchar al Maestro, es colocarse a sus pies y
estar atentos a su voz. Quien se hace a los pies son los discípulos y María se
hace discípula que escucha, este hecho es inapropiado para un judío aferrado a
las leyes, porque las mujeres no podían participar en la escuela de los
discípulos, reservada a los varones. Jesús nuevamente rompe con los preceptos
que lo impedían dejando a María como discípula quien le escucha, Él le habla al
corazón, tocar el corazón es creer: “Tocar con el corazón, esto es creer” (San
Agustín. Sermo 229/L, 2).
Escuchar la voz del Señor es caminar en su presencia,
y seguir sus pasos, es poner toda la confianza en él, es salir de sí mismo para
ir a su encuentro: “Dios le dirige la
Palabra, se revela como un Dios que habla y llama por su nombre. La fe está
vinculada a la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la
fe adquiere un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un
lugar, ni tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como
el Dios de una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en
contacto con el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a
una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro
nombre”. (LF 8).
María se ha sentado como discípula a escuchar a su
maestro, Marta está inquieta por los quehaceres y no sabe si seguir aferrada a
los preceptos que le implicaban cumplir con los oficios de la casa o romper
este tipo idolátrico y dejar que su corazón sea tocado por la Palabra que la
lleva a la fe en la novedad de Dios allí presente: “La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder
eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos
conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús
como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último” (LF
15).
De esta manera, escuchar la voz del Señor, es
romper con la idolatría de la ley que impedía o impide ver al Señor, es colocar
el corazón: “En la Biblia el corazón es
el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el
espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros,
el entendimiento, la voluntad, la afectividad. Pues bien, si el corazón es
capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde nos abrimos
a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más
hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al
amor. Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el tipo de
conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de iluminar
nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el mismo
amor trae una luz. La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el
gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para
ver la realidad (LF 26).
Porque quien escucha, escoge la mejor parte y no
anda en el hacer por hacer. Vivimos preocupados por un activismo religioso y
creemos que la pastoral se resume en actividades y no en la escucha de la
Palabra que es formativa y evangelizadora. El activismo nos lleva a rumbos sin
horizonte como andaba Marta: “Marta,
Marta, tú andas preocupada y te pierdes en mil cosas: una sola es necesaria.
María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada” (Lc 10,41-42) Y
esto es lo que hemos olvidado, tenemos infinidad de actividades sin escuchar la
voz del Señor, lo vemos y no creemos, porque tenemos que hacer, menos escuchar
su voz. Vemos, escuchamos, pero no creemos: “La
conexión entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe,
aparece con toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto
Evangelio, creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene
las mismas características que el conocimiento propio del amor: es una escucha
personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5); una escucha que requiere
seguimiento, como en el caso de los primeros discípulos, que « oyeron sus
palabras y siguieron a Jesús » (Jn
1,37). Por otra parte, la fe está unida también a la visión. A veces, la visión
de los signos de Jesús precede a la fe, como en el caso de aquellos judíos que,
tras la resurrección de Lázaro, « al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en
él » (Jn 11,45). Otras veces,
la fe lleva a una visión más profunda: « Si crees, verás la gloria de Dios » (Jn 11,40). Al final, creer y ver
están entrelazados: « El que cree en mí […] cree en el que me ha enviado. Y el
que me ve a mí, ve al que me ha enviado » (Jn 12,44-45) (LF 30).
Otra forma de no escuchar al Señor, son la
multiplicación de rezos y es otra forma de estar agitados como Marta, quien se
agita buscando sus rezos, se multiplican las palabras y se nos olvida que orar
es tomarse tiempo para escuchar, para meditar en silencio la Palabra, tenemos que callar nuestros
deseos y colocar toda la atención en Dios que está presente y nos invita a unirnos
en su acción salvífica. El activismo religioso confundido con pastoral, el
activismo rezandero confundido con oración puede llevarnos a un sacramentalismo
que nos impide escuchar la voz del Señor, nos impide ver al Señor y nos impide
creer en El.
A modo de conclusión
1. Un
justo equilibrio sería necesario para conciliar nuestra actividad pastoral con
la escucha de la Palabra del Señor, hacernos a sus pies para escucharle, es
hacernos discípulos de quien vemos, de quien escuchamos y a quien creemos
porque hemos escogido la mejor parte, escuchar la voz del Señor y hacer su
voluntad (Cfr. Mc 3,31-35; Mt 7,21-27).
2.
“La
escucha de la Palabra, Jesús no es sólo el primer enviado del Padre, sino
también el que, por ser Él la Palabra única del Padre, reúne a los hombres, en
nuestro caso los miembros de la familia de Betania. El relato, empieza con la
acogida por parte de Marta (Lc 10,38), y después presenta a María en la actitud
propia del discípulo, sentada a los pies de Jesús y atenta a escuchar su
Palabra. Esta actitud de María resulta extraordinaria, porque en el judaísmo
del tiempo de Jesús no estaba permitido a una mujer asistir a la escuela de un
maestro.
3. El evangelista deja ver al lector que no
hay contradicción entre la diaconía de la mesa y la de la Palabra, pero
pretende presentar el servicio en relación con la escucha. La invita a escoger
la parte única y prioritaria que María ha escogido espontáneamente”[1].
Dame,
Señor, la fuerza de buscarte ya que me hiciste capaz de encontrarte y me has
dado la esperanza de encontrarte siempre más (San Agustin. Trinidad 15,51).
[1]
http://www.ocarm.org/es/content/lectio/lectio-lucas-1038-42.
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