Jn 8,1-11
“Señor Dios nuestro, bendícenos, para que no te
perdamos. Si permanecemos contigo, ni te perderemos ni nos perderemos” (San
Agustín. Serm. 113,6).
Al leer el pasaje de San Juan sobre la misericordia que tuvo Jesús con la
Mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11), recuerdo una breve historia leída
en uno de los libros escritos por Anthony de Mello y me quedó como un eco en mi
memoria, y viene bien sacarlo a colación para recrear este texto:
Caminaban dos amigos por el desierto, y
en un momento determinado el uno le dio un golpe al otro, el agredido se
adelantó un poco y escribió sobre la arena. Siguieron el camino. Algún tiempo
después, el que había sido agredido, cayó al agua en un oasis del desierto y el
amigo lo salvo de ahogarse, luego el que había sido salvado escribió sobre
roca. El otro sorprendido le preguntó: ¿Por qué cuando te golpee escribiste en
arena y ahora que te salvé la vida, escribes sobre una piedra? A lo que respondió: Cuando a uno lo ofenden se
escribe en tierra, para que el viento y la lluvia borren las malas acciones y
cuando alguien hace algo bueno debe escribirse en roca para que nunca se borre.
Al presentarle a la mujer a Jesús Él hace silencio y escribe
en la tierra, luego vuelve a escribir, lo que recuerda el pasaje de Jeremías: “Los que se apartan de ti, en la tierra
serán escritos, por haber abandonado el manantial de aguas vivas, Yahvéh” (Jr
17,13) La escritura en tierra,
también hace que pensemos en la fragilidad humana de cara al pecado.
Frente a las acusaciones que hacen a los pecadores,
Jesús ofrece el amor a Dios y el amor al prójimo, como practica que perfecciona la ley y los
profetas: (Cfr. Mc 12, 28-34; Mt 22, 34-40; Lc 10,25-37) para que la fragilidad
humana no ocasionara el manejo indebido de la interpretación de la ley condenando
a quien interrumpa su procedimiento según el parecer de la justicia humana,
porque la falta contra la lealtad o fidelidad al otro se castigaba con
lapidaciones (Cfr. Lv 20,10; Dt 22,22-24) Esto era aceptado socialmente, culturalmente
y religiosamente.
El equilibrio que existía en la ley: Ofensa por
ofensa- Ley del Talión- Ojo por ojo y diente por diente (Cfr. 21,23-25; Lv
24,20; Dt 19,21) Jesús lo quiebra, Él propone un nuevo orden basado en la
misericordia de Dios (Cfr. Mt 5,38-48) Frente al delito está el amor y el
Perdón, porque si no amas a tu enemigo (Cfr. Mt 6, 44) y si no perdonas de corazón, tampoco Dios los
perdonará (Cfr. Mt 6,14-15).
Desde esta
perspectiva, al acercarnos al Señor debemos estar libres de pecado, que nuestra
ofrenda sea el amor y el perdón: “Si al
presentar tu ofrenda en el altar, te recuerdas que un hermano tuyo tiene alguna
queja contra ti, deja tu ofrenda ahí ante el altar, anda primero a
reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” (Mt. 5,
23-25). Porque Jesús predica amor y no sacrificios: “Yo quiero amor y no sacrificios” (Mt. 9,
9-13; Cfr. Os. 6, 3-6).
Es en este
sentido que Jesús ofrece el perdón a la Mujer: “_Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado? Ella contestó: _Ninguno,
Señor. Jesús le dijo: _Tampoco yo te condeno” (Jn 8,10-11a) Quien ha buscado la salvación de la
humanidad- promoción de la persona-, ¿No iba a tener misericordia con una mujer
puesta en evidencia de su adulterio? ¿QUIÉN NO ES ADULTERO? Entonces, que lance la
primera piedra.
Nuestra
actitud frente a los hermanos no ha de ser de acusadores, sino desde la mirada
misericordiosa de Jesús, que miró con
cariño a la sorprendida en adulterio, pero no la condenó, sino que la invitó
para que no pecara más: “Ahora, vete y no
vuelvas a pecar” (Jn 8,11b).
Jesús
le ofrece:
1.
La Curación- Contacto con Jesús-Reconocernos
pecadores (Cfr. Mc 4,34; Lc 5,8; Jn 5, 8; 8,10; 9,6).
2.
La sanación-Escuchar la voz de Dios -
Su Palabra- (Jn 5,8; 8,10; 9,7).
3.
La liberación- No volver a pecar y Creer
en él (Cfr. Jn 5,14; 8,11; 9,37-38).
A modo de conclusión 1
SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO: Sólo quedaron dos allí: la
miserable y la Misericordia.
1.
Considerad ahora cómo pusieron a prueba su mansedumbre
los enemigos del Señor. Los escribas y fariseos le presentan una mujer
sorprendida en adulterio, la colocan en el medio y le dicen: Maestro, esta mujer
acaba de ser sorprendida en adulterio. Moisés, en su ley, nos manda apedrear
esta clase de mujeres; tú ¿qué dices? Palabras que decían tentándole con el fin
de poderle acusar (Jn 8,3-6). Más ¿de qué podían acusarle? ¿Le
habían sorprendido a él en algún crimen o se ponía de algún modo aquella mujer
en relación con él? ¿Qué significan pues, las palabras: Tentándole para
tener de qué acusarle? Aquí se ve, hermanos, cómo descuella la admirable
mansedumbre del Señor. Se dieron cuenta de que era dulce y manso en extremo, ya
que estaba predicho de él: Ciñe tu espada al muslo, oh poderosísimo! Avanza,
camina felizmente y reina con tu belleza y hermosura en atención a tu verdad,
mansedumbre y justicia (Sal 44,4-5). Él nos trajo la verdad como maestro,
la mansedumbre como libertador y la justicia como juez. Por eso el profeta
predijo que reinaría en el Espíritu Santo (Is 11). Cuando hablaba se reconocía
la verdad; cuando no reaccionaba a los ataques de los enemigos, se elogiaba su
mansedumbre.
2.
Sus enemigos se consumían de odio y envidia por ambas
cosas, por su verdad y su mansedumbre, y quisieron echarle un lazo en la
tercera, es decir, en su justicia. ¿Cómo? La ley ordenaba lapidar a las
adúlteras; la ley que no podía ordenar injusticia alguna. Si él decía algo distinto
de lo ordenado por la ley, se le debería considerar injusto. Cuchicheaban ellos
entre sí: Se le considera amigo de la verdad y parece lleno de mansedumbre;
debemos de tenderle una trampa respecto a la justicia; presentémosle una mujer
sorprendida en adulterio y recordémosle lo que está mandado en la ley al
respecto. Si ordena que sea lapidada, habrá perdido su mansedumbre, y si juzga
que se la debe absolver, no salvará la justicia. Para no perder su mansedumbre,
decían, por la que se ha hecho tan amable para el pueblo, dirá indudablemente
que debe ser absuelta. Ésta será la ocasión de acusarle y declararle reo como
trasgresor de la ley, objetándole: «Tú eres enemigo de la ley; sentencias
contra Moisés; más aún, contra quien dio la ley; eres reo de muerte y has de
ser apedreado con ella».
3.
¡Qué palabras y razonamientos tan adecuados para
encender más la pasión de la envidia y avivar aún más el fuego de la acusación
y para exigir con insistencia la condenación! Y todo esto, ¿contra quién? La
perversidad contra la rectitud, la falsedad contra la verdad, el corazón
pervertido contra el corazón recto y la necedad contra la sabiduría. ¿Cuándo
iban a preparar lazos en que no cayeran antes ellos? Mirad como la respuesta
del Señor deja a salvo la justicia sin detrimento de su mansedumbre. No cayó
prendido aquel a quien se tendía el lazo, sino quienes lo tendían: es que no
creían en quien podía librarlos de los lazos.
4.
¿Qué respuesta dio, pues, el Señor Jesús? ¿Cuál fue la
respuesta de la verdad? ¿Cuál la de la sabiduría? ¿Cuál la de la justicia en
persona a la que iba dirigida la trampa? La respuesta no fue: «No se la
lapide», para no dar la impresión de que actuaba contra la ley; tampoco esta
otra: «Sea lapidada», pues no había venido a perder lo que había hallado,
sino a buscar lo que se había perdido (Lc 10,10). ¿Qué respondió? Observad
qué respuesta saturada de justicia, de mansedumbre y de verdad: El que de
vosotros esté sin pecado, arroje el primero la piedra contra ella (Jn 8,7).
5.
¡Contestación digna de la sabiduría! ¡Cómo les hizo
entrar dentro de sí mismos! Dedicados a calumniar continuamente a los demás, no
se examinaban a sí mismos; clavaban los ojos en la adúltera, pero no en sí
mismos. Siendo personalmente transgresores de la ley, querían que se cumpliese,
en base a toda clase de argucias, no según las exigencias de la verdad, como
sería condenar el adulterio en nombre de la propia castidad. Acabáis de oír,
judíos, fariseos y doctores de la ley, acabáis de oírle como cumplidor de la
ley, pero aún no habéis advertido que es el dador de la misma. ¿Qué quiere
darnos a entender cuando escribe con el dedo en la tierra? La ley fue escrita
con el dedo de Dios, pero en piedra, por la dureza de sus corazones. Ahora el
Señor escribía ya en tierra porque quería sacar de ella algún fruto. Lo acabáis
de oír. Cúmplase la ley; sea lapidada.
6.
Pero, ¿es justo que ejecuten el castigo prescrito por
la ley quienes deben ser castigados con ella? Mire cada uno a sí mismo; entre
en su interior y póngase ante el tribunal de su corazón y de su conciencia y se
verá obligado a hacer su confesión. Sabe quién es: No hay nadie que conozca
la interioridad del hombre, sino el espíritu del hombre que mora en él (1 Cor
2,11). Todo el que dirige la mirada a su interior se descubre pecador. Está
claro que es así. Luego, o tenéis que dejarla libre o tenéis que someteros
juntamente con ella al peso de la ley. Si la sentencia del Señor hubiese
ordenado que no se lapidara a la adúltera, pasaría por injusto. Si ordenaba la
lapidación perdería la mansedumbre. La sentencia del justo y manso no podía ser
otra: Quien de vosotros esté sin pecado, que arroje el primero la piedra
contra ella. Es la justicia la que la sentencia: «Sufra el castigo la
pecadora, pero no por manos de pecadores; cúmplase la ley, pero no por
manos de sus transgresores». He aquí la sentencia de la justicia. Heridos por
ella como por un grueso dardo, se miran a si mismos, se ven reos y salen
todos de allí uno detrás de otro (Jn 8,9). Sólo quedan dos allí: la
miserable y la Misericordia. Y el Señor, después de haberles clavado en el
corazón el dardo de su justicia, no se digna ni siquiera mirar cómo van
desapareciendo; aparta de ellos su vista y se pone de nuevo a escribir con
el dedo en la tierra (Jn 8,8).
7. Sola
aquella mujer e idos todos, levantó sus ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído
la voz de la justicia. ¡Qué aterrada debió quedar aquella mujer cuando oyó
decir al Señor: Quien de vosotros esté sin pecado arroje contra ella el
primero la piedra! Mas ellos se miran a sí mismos y, confesándose reos con
su fuga, dejan sola a aquella mujer con su gran pecado en presencia de quien no
tenía pecado. Como ella le había oído decir: El que esté sin pecado arroje
contra ella el primero la piedra, esperaba que ejecutase el castigo aquel
en quien no podía hallarse pecado alguno. Mas el que había alejado de sí a sus
enemigos con las palabras de la justicia, clava en ella los ojos de la
mansedumbre y le pregunta: ¿Nadie te ha condenado? Nadie, Señor, confiesa
ella. Y él: Ni yo mismo te condeno; ni yo mismo, por quien tal vez
temiste ser castigada, porque no hallaste en mí pecado alguno. Ni yo mismo
te condeno. ¿Qué es esto? ¿Favoreces los pecados? Es claro que no es
verdad. Mira lo que sigue: Vete y no peques más en adelante (Jn
8,10-11). El Señor dio la sentencia de condenación contra el pecado, no contra
el hombre. Si fuera favorecedor del pecado, le habría dicho: «Ni yo mismo te
condeno, vete y vive como quieras; bien segura puedes estar de mi absolución;
peques lo que peques, yo mismo te libraré de las penas, incluidas las del
infierno, y de sus verdugos». Pero no fue esta la sentencia[1].
A modo de conclusión 2:
1. En el Evangelio de hoy, vamos a meditar sobre el encuentro de Jesús con
la mujer que iba a ser lapidada. Por su predicación y por su manera de actuar,
Jesús incomodaba a las autoridades religiosas. Por esto, las autoridades
procuraban todos los medios posibles para acusarlo y eliminarlo. Le traen
delante a una mujer sorprendida en flagrante adulterio. Bajo la apariencia de
fidelidad a la ley, usan a la mujer para esgrimir argumentos en contra de
Jesús. Hoy también, bajo la apariencia de fidelidad a las leyes de la iglesia,
muchas personas son marginadas: divorciados, enfermos de Sida, prostitutas,
madres solteras, homosexuales, Veamos cómo reacciona Jesús.
2.
Jesús y la mujer. El gesto y
la respuesta de Jesús derriban a los adversarios. Los fariseos y los escribas
se retiran avergonzados, uno después del otro, comenzando por los más ancianos.
Acontece lo contrario de lo que ellos esperaban. La persona condenada por la
ley no era la mujer, sino ellos mismos que pensaban ser fieles a la ley. Al
final, Jesús se queda solo con la mujer en medio del círculo. Jesús se levanta
y la mira: "Mujer, ¿dónde están? ¡Nadie te ha condenado!" Y ella
responde: "¡Nadie, Señor!" Y Jesús: "Tampoco yo te condeno.
Vete, y en adelante no peques más"[2].
Permanece fiel al Señor con amor, para que tu vida
pueda crecer en los últimos días. Mantente apegado a las fieles, grandes,
seguras y eternas promesas de Dios y al indestructible e inefable don de su
misericordia (San Agustín. Carta 24,1).
[1] San Agustín. Com.
Evangelio de San Juan. 33,4-6.
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