domingo, marzo 10, 2013

PADRE MÍO, HE PECADO CONTRA DIOS Y CONTRA TI; YA NO MEREZCO LLAMARME TU HIJO


 
Lc 15,1-3. 11-32 

“¡Muchos se dicen cristianos, pero en realidad no lo son! No son lo que la palabra significa: no lo son en la vida, en las costumbres, en la fe, en la esperanza y mucho menos en la caridad” (San Agustín. Com a 1Juan 4,4). 

El itinerario de los cuarenta días de cuaresma es motivar a la comunidad de creyentes que vuelva a la casa del Paterna, asumiendo el reto de colocar a Jesús  centro de nuestra fe, de nuestra esperanza. La fe sin esperanza es imposible vivirla, porque la fe dinamiza la conversión. La fe y la conversión  no son  productos de actos y cosas exteriores, sino que nace del corazón (Jol 2,12-18), cuando la conversión es desde el corazón estamos siendo coherente con la fe que profesamos y la praxis que vivimos, este es el itinerario en la caminada, hacia la Pascua del Padre. 

El tiempo de cuaresma es renovación, es asumir el compromiso de volver a la casa paterna de la cual nos habíamos alejado, es romper con las alternativas del pecado para dejarnos seducir de Cristo, de su amor, es caminar hacia  la conversión definitiva en el amor como nos lo plantea el papa Benedicto XVI:

“En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la fe, renovemos nuestro empeño en el camino de conversión para superar la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y para, en cambio, hacer espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre el cierre en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los demás podríamos decir que se corresponde con la alternativa de las tentaciones de Jesús: o sea, alternativa entre poder humano y amor a la Cruz, entre una redención vista en el bienestar material sólo y una redención como obra de Dios, a quien damos la primacía en la existencia. Convertirse significa no encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor se transformen en la cosa más importante[1].

En la caminada de la conversión somos un camino y en ese camino debemos recorrer el itinerario que nos propone Lucas en la parábola del Padre misericordioso o ENCUENTRO CON EL PADRE  (Lc. 15, 1-3.11-32):

1.                  AUSENCIA DE SI MIMO - Lc.15, 11-16 

Es necesario que nosotros desde nuestro caminar como cristianos en la comunidad eclesial, busquemos nuestra identidad como personas, como religiosos y como ser en un mundo en crisis y desde allí proyectar nuestra vida para encontrarnos a nosotros mismos: “No imites a nadie, ni siquiera a Jesús. Jesús no era copia de nadie. Para ser como Jesús, has de ser tú mismo, sin copiar a nadie, pues todo lo auténtico es real, como real era Jesús”[2]. 

Nosotros como personas somos el punto de partida en la interrelación humana y en la relación con Dios, hemos sido moldeados a su Imagen y Semejanza (Cfr. Gn 1,26; 2,7.18-22), y a pesar de esto, carecemos de horizontes vitales, tenemos sentimientos de infelicidad, nos aterra asumir retos. El ser Imagen y Semejanza de Dios, está desdibujado en nuestra existencia como criaturas de Dios, por esto, es necesario que retornemos a nosotros mismos, a buscarnos en la interioridad de nuestra vida: “No salgas fuera de ti mismo; la fuente de la vida no está fuera de ti”[3].

En la búsqueda de nuestra vida interior debemos estar libres de comentarios y críticas exteriores, es decir, todo lo que perturbe nuestro encuentro en la intimidad con Dios, es necesario dejarlo a un lado, aparatándonos  del ruido que produce desestabilidad en nuestra vida: 
 
“Camina plácido entre el ruido y la prisa...y piensa en la paz que se puede encontrar en el silencio. En cuanto sea posible y sin rendirte, mantén buenas relaciones con todas las personas. Enuncia tu verdad de una manera serena y clara escucha a los demás, incluso al torpe o el ignorante: también ellos tienen su historia. Evita las personas ruidosas y agresivas, ya que son un fastidio para el espíritu. Si te comparas con los demás, te volverás vano y amargado, porque siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú”[4].

Es necesario que las cosas por muy graves que sean no afecten nuestras relaciones, las críticas que muchas veces nos hacen crean sentimientos de culpas en nosotros que afectan nuestra estabilidad emocional, nosotros somos llamados a vivir desde nuestras posibilidades y lejos de todo concepto de culpabilidad y crítica:

“La culpabilidad y la crítica no existe más que en la mente de la cultura. Las personas que menos se preocupan de la vida de ahora, de vivir el presente, son las que más se preocupan por lo venidero. Preocúpate por estar despierto, vive ahora y no te importará el futuro. Cuando tu mentalidad cambia, todo cambia para ti, a tu alrededor. Lo que antes te preocupaba tanto, ahora te importa menos, y, en cambio, vas descubriendo cosas maravillosas que antes te pasaban inadvertidas”[5].

Por esta razón, nuestra vida debe ser conducida con amor hacia la casa del padre, de donde nos hemos alejado, hemos reclamado nuestra herencia para vivir una larga ausencia, alejados de los intereses comunes y de la casa paterna: “Había un hombre que tenía dos hijos. El menor dijo a su Padre: ´¡Dame la parte de la hacienda que me corresponde`-El hijo menor juntó todos sus haberes, y unos días después se fue a un país lejano. Allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada” (Lc 15,11-13). La ausencia de la casa paterna es muchas veces cuestión de un deseo de libertad mal orientada. Queremos salir de allí de donde nos sentimos oprimidos, esclavos, para buscar supuestamente nuestro espacio, a esto es lo que muchas veces llamamos libertad.

Sentimos que somos esclavos y nos esclaviza nuestro propio afán de escapar, malgastando tiempo en querer hacer nuestra voluntad, despilfarramos la herencia, la vida y la caminada y sobre todo lo que verdaderamente nos hace libres. Tenemos un afán de protagonismo, creado por la necesidad de satisfacer nuestro egoísmo, creamos un mundo fantasioso en esa larga ausencia: “Cuando ya había gastado todo, sobrevino en aquella región una escasez grande y comenzó a pasar necesidades” (Lc 15,14). La necesidad es salir de nosotros, buscar en otro lado lo que tenemos cerca y no lo apreciamos; la necesidad es huir de nosotros mismos, de Dios, es querer perdernos en el horizonte de nuestra propia lejanía, es salir cerrando las posibilidades de volver.

Muchas veces es necesario, para que podamos recuperar la credibilidad en nosotros mismos y en Dios caer hasta el fondo, hundirnos en el barro y perder la esperanza de salir del abismo. Desde allí y solo allí, se puede buscar opciones para salir con  la posibilidad del retorno: “Fue a buscar trabajo y se puso al servicio de un habitante del lugar, que lo envió a su campo a cuidar cerdos. Hubiera deseado llenarse el estómago con las algarrobas que daban a los cerdos, pero nadie se las daba” (Lc 15,15-16).

2.                  ENCONTRARSE ASI MISMO – Lc. 15,17-21

Buscarse así mismo es un encuentro doloroso, entre la larga ausencia y la pasajera presencia de sí mismo y de Dios en nuestra vida; reconocer nuestros errores es doloroso porque no estamos acostumbrados a hacerlo, es más fácil vivir en el error que vivir en la libre esperanza de la libertad de los hijos de Dios. La huida muchas veces  nos resulta más fácil de asumir que correr el riesgo de volver: “Finalmente recapacitó y se dijo: ´¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de  hambre!` Tengo que hacer algo: volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios ante ti. Yo no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros. Se levantó, pues, y se fue donde su padre” (Lc 15,17-20).

Este es el regreso del que ha querido rectificar su camino de oscuridad para ir nuevamente a la luz paterna, es volver a la casa del padre, es querer recuperar la vida interior, es encaminar la vida hacia un cambio radical y coherente con el amor brindado por el padre, es pedir la restitución de  la libertad vivida, la que había dejado y ahora quiere volver a tener.

Desde la vida interior que ha recuperado es posible realizar un proyecto integral de vida, es volver a la vida plenamente feliz, desde la dimensión de ser Imagen y Semejanza de Dios, es recuperar la felicidad, es vivir plenamente felices:

“La felicidad no tiene contrapuesto porque nunca se pierde, puede estar oscurecida, pero nunca se va porque tú eres felicidad. La felicidad es tu esencia, tu estado natural y por ello cuando algo se interpone, la oscurece, y sufres por miedo a perderla. Te sientes mal, porque ansías aquello que eres. Es el apego a las cosas que crees que te proporcionan felicidad lo que te hace sufrir…El responsable de tus enfados eres tú, aunque el otro haya provocado el conflicto, el apego y no el conflicto es lo que te hace sufrir. Es el miedo a la imagen que el otro haya podido hacer de ti, miedo a perder su amor, y miedo a que la imagen de ti, la que tu sueñas que él tenga de ti, se rompa”[6].

El camino a la felicidad es la vocación a la vida y desde aquí integrar nuestra interioridad con Dios, es ir al encuentro en la casa del Padre, donde podamos comenzar la fiesta del retorno, el gran encuentro en la casa paterna para vivir a plenitud el Reinado de Dios y su justicia en la creación nueva, en el nuevo pueblo de Dios: 

He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, allí habrá gozo y regocijo por siempre…Sin que se oiga jamás lloro ni quejido. No habrá allí jamás niños que vivan pocos días o viejos que no llene sus días…Lobo y cordero pacerán a una, el león comerá paja como el buey, y la serpiente se alimentará de polvo, no harán más daños ni prejuicio en todo mi santo monte (Is. 65, 17-18.20.25; Cfr. 1P, 3,13; Ap. 21,1). 

El encuentro en la casa paterna es el punto de llegada de toda opción de vida para comenzar la fiesta del retorno. El padre siempre está en la puerta y espera que el hijo retorne, desde la distancia él lo espera: “Estaba aún lejos, cuando su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó” (Lc 15,20).

Este abrazo de acogida hace que el ausente reconozca con dolor su partida, su distancia, su error: “Entonces el hijo le habló: ´Padre, he pecado contra Dios y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo” (Lc 15,21). El Hijo llega con el traje no apropiado para el encuentro, llega descalzo y sintiéndose un forastero. El traje con que llega, es el traje de la huida, del distanciamiento, de la ausencia. El hijo al reconocer su distanciamiento y su error, comienza el camino de la conversión y empieza a buscar su identidad como hijo; ha vuelto a la casa paterna, ha regresado de donde estaba ausente. El padre misericordioso lo acoge y lo invita a la casa, le devuelve la confianza de los hijos junto al Padre, sabe que de allí no ha debido salir, por eso el padre le ha puesto el traje apropiado, lo ha calzado y le ha colocado el anillo de pertenencia, lo ha preparado para el encuentro gracioso de su amor. 

3.                  LA FIESTA DEL ENCUENTRO – Lc. 15,22-24 

En este encuentro festivo se recobra todo el entusiasmo que da la dignidad como seres humanos que vuelven al camino del padre, nos hemos reconciliados con nosotros mismos y con el padre, aprendimos a vivir en la casa paterna, hemos buscado la reconciliación y hemos dejado de odiarnos:  

Si yo logro que te odies a ti mismo, me sería más fácil dominarte, domesticarte; eso es lo que hace nuestra mal llamada educación. La sociedad enseña a estar siempre insatisfecho, para dominarte y controlarte. Con ello la sociedad se ha beneficiado, pero ha pagado un precio muy alto: la guerra. Nunca podrás amar a los demás si te detestas a ti mismo. El amor significa no hacer violencia y respetar la libertad[7].

De esta manera el alejamiento crea en nosotros sentimientos de rechazo y de odio; pero el beso del Padre, que significa amor y acogida, nos devuelve la confianza en nosotros mismos, es acercamiento y acogida, es encuentro festivo de amor y perdón y reconocimiento de la falla cometida, el padre hace una fiesta por el hijo que ha vuelto y el hijo vuelve confiado en el amor del padre: “El padre dijo a sus servidores: ´¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo. Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies. Traigan el ternero gordo y mátenlo; comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado` Y comenzaron la fiesta” (Lc 15, 22-24).
 
La fiesta del encuentro es la fiesta por el hijo ausente que ha vuelto a la casa y el padre se ha llenado de alegría porque “hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,4-7). El rescate del hijo perdido nos lleva a diseñar procesos pedagógicos de conversión, es decir un encuentro con mi YO interior; que nos haga volver a nosotros y no andar a la deriva buscando por fuera lo que no nos deja ser felices: “Los hombres salen a hacer turismo para admirar las crestas de los montes, el oleaje proceloso de los mares, el fácil y copioso cause de los ríos, las revoluciones y los giros de los astros, Y, sin embargo, se pasan de largo así mismos. No hacen turismo interior”[8].
 
El camino de la conversión debe orientar nuestro caminar hacia lo esencial de nuestra fe en Jesucristo, quien murió y resucito de entre los muertos, Él es quien nos llama a la conversión: “El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15).

Este llamado es un volver a nosotros mismos, es volver a Dios, es reconocer nuestras infidelidades y recorrer el camino hacia la fe, que es ir peregrino hacia la casa del padre, hacia la felicidad, la felicidad como “potenciadora de la vida y acontecimientos transformador de la existencia humana”[9]. La fe es un proceso de unión personal a Jesucristo, es hacer propia la causa de Jesús: Anuncio del Reino de Dios, como experiencia y anuncio: “Porque confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo, pues, con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación” (Rm 10,9-10)[10]. 

A modo de conclusión 

1.      Estas etapas nos llevan a caminar  hacia la conversión en la fe, que es ir peregrino hacía la felicidad. La fe es un proceso de unión personal a Jesucristo, reproduciendo sus rasgos en medio de los hombres, hacer propia su causa como experiencia y anuncio: 1. Anuncio del Reino de Dios 2. Solidaridad con el hombre (Jn. 1,14) 3. Servicio generoso a los más necesitado 4. Curación a los enfermos 5. Crear comunidad 6. Hombre de oración 7. Un estilo de vida que choca con las estructura 8. Controvertido luchador de la igualdad entre los hombres 9. Su predicación opuesta a los intereses egoístas de las autoridades judías de su tiempo[11].

2.      El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el Padre misericordioso" (Lc 15, 11  - 24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza[12].

3.      En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los dos hijos, más conocido como parábola del "hijo pródigo" (Lc 15, 11-32) (…) Este texto evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos (…) En la parábola los dos hijos se comportan de manera opuesta: el menor se va y cae cada vez más bajo, mientras que el mayor se queda en casa, pero también él tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho, cuando regresa su hermano, el mayor no se muestra feliz como el Padre; más aún, se irrita y no quiere volver a entrar en la casa. Los dos hijos representan dos modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito, mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en una relación verdaderamente filial y libre con Dios[13].
 

"Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros" (S. Agustín, serm. 169, 11, 13). 


[1] BENEDICTO XVI. Audiencia General. Sala Pablo VI. Miércoles 13 de febrero de 2013
 
[2] Anthony de Mello. Auto liberación interior. Buenos Aires 2000. Ed. Lumen. Pág. 38
[3] San Agustín. La verdadera religión 39,72; Comentario al Evangelio de Juan 25,17.
[4] Desiderata.
[5] Anthony de Mello. Auto liberación interior. Buenos Aires 2000. Ed. Lumen. Pág. 39.
[6] Anthony de Mello. Auto liberación interior. Buenos Aires 2000. Ed. Lumen. Pág. 85-86
[7] Anthony de Mello. Auto liberación interior. Buenos Aires 2000. Ed. Lumen. Pág. 109.
[8] San Agustín. Confesiones 10,8
[9] Santiago Insunza.  Una alma sola. Pág. 18
[10] CASALINS, G. Charla-Retiro. Grupo de Laicos. Bogotá, Marzo de 2010.
[11] CASALINS, G. Otro texto para no leer: Fe y esperanza en Jesús como proyecto. Bogotá. 2008.
[12] MAGISTERIO DE LA IGLESIA. Catecismo de la Iglesia Católica 1439.
[13] Benedicto XVI, Ángelus Plaza de San Pedro. Roma  14 de marzo de 2010.

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