Lc 3,15-16.21-22
Dame, Señor la fuerza de buscarte ya que me hiciste capaz de encontrarte
y me has dado la esperanza de encontrarte siempre más. (San Agustín De
Trinitate 15,51)
En la reflexión del Domingo
de Epifanía manifestábamos que: La realidad de la navidad es el encuentro en el
corazón con el Dios de Jesucristo, pero nosotros la Navidad la hemos convertido
en vanidad, perdiendo el horizonte de nuestros corazones. Los tipos simbólicos
de las escrituras son realidades reveladas, que han sido sacadas de contexto creando
de esta manera situaciones mágicas, legendaria que desenfocan la fe. La fe se
concibe dentro de la comunidad eclesial como algo ya existente, es decir, reflexiones
pertenecientes al fundamentalismo religioso[1].
En contraste a esta realidad, hoy celebramos el acontecimiento pascual
del Bautismo de Jesús, en el que todos somos bautizados. El bautismo es el testimonio pascual de Dios en
la experiencia religiosa de la comunidad, que en su compromiso vive la
propuesta del Dios de la vida que ha venido a colocar su vivienda entre
nosotros (Jn 1,14) realizando su proyecto en los pueblos que han visto la
estrella del Mesías (Cfr. Mt 2,1-12) para recrearse en la esperanza del Dios
revelado: “Ahora, Señor, ya puedes dejar
que tu servidor muera en paz, como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu
salvador, que has preparado y ofreces a todos los pueblos, luz que se revelará
a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel (Lc 2,29-32).
Este acontecimiento pascual del bautismo es opción cristiana de
comunidad creyente, que sigue en la caminada el proyecto del Padre. El Hijo es
bautizado en la complacencia del Padre: “Tú
eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Lc 3,22)
El bautismo es el anuncio kerygmático de un Dios que es bautismo, bautizándonos
en el Hijo en el camino por el desierto donde dejamos nuestros pecados y vamos
hacia el rio salvífico en el que asumimos el compromiso profético: Encarnados
en la Palabra, para el servicio de la Palabra dentro de la comunidad eclesial. Encarnados
como reyes: Servidores del Señor, a la manera de Jesús que no vino a ser
servido sino a servir. Encarnados como sacerdotes, colocando los corazones orientados
hacia Dios en función de santificar y de santificarse.
Esta pascua bautismal es conversión, es dinamismo en la comunidad que
necesita un cambio profundo en su accionar:
La pastoral ha de estar orientada a la conversión, convertirnos es
volver nuestros corazones, nuestros pensamientos, al amor primero que nace del
amor del Padre que ha sido revelado por el Hijo y comunicado por el Espíritu
Santo, es volver a retomar la armonía de una comunidad eclesial que vive su fe
desde la presencia de la Trinidad. La
pastoral estará entonces, orientada al esfuerzo de dinamizar la comunidad: “Nos
interpela profundamente a imaginar y organizar nuevas formas de acercamiento a
los fieles para ayudarles a valorar el sentido: de la vida sacramental, de la
participación comunitaria y del compromiso ciudadano (…) Esto constituye un
gran desafío que cuestiona a fondo la manera como estamos educando en la fe y
como estamos alimentando la vivencia cristiana; un desafío que debemos afrontar
con decisión, con valentía y creatividad (…) O educamos en la fe, poniendo
realmente en contacto con Jesucristo e invitando a su seguimiento, o no
cumplimos nuestra misión evangelizadora (…) Así asumimos el desafío de una
nueva evangelización, a la que hemos sido reiteradamente convocados”(DA
285-287)[2].
A modo de conclusiónEl sacramento del bautismo vivencia el crecimiento de fe en la comunidad de creyentes, nos lleva al compromiso de fe, como miembros de una Iglesia viva, en la cual nos expresemos frente a Dios y nuestros hermanos creyentes como lo plantea Leonardo Bofff: El sacramento posee un momento sim-bólico: el de unir, recordar, hacer presente.
En primer lugar, el sacramento supone la fe y sin ella no habla nada de nada (...) Sólo
para quien tiene fe, los ritos sagrados, los momentos fuertes de la vida, se
tornan en vehículos misteriosos de la presencia de dar gracia divina. Caso
contrario, transformándose en meras ceremonias vacías y mecánicas, se hacen
ridículas. En segundo lugar, el
sacramento expresa la fe. Fe que no reside fundamentalmente en una adhesión a
un credo de verdades teóricas sobre Dios, el hombre, y el mundo y la salvación,
sino ante todo en una actitud fundamental, imposible de reducir a ninguna otra
más profunda, y por la cual el hombre se abre y acoge un Trascendente que se
anuncia dentro del mundo. Es el hombre quien por el sacramento y en él, se
expresa frente a Dios, lo venera, lo glorifica, le suplica vida y perdón. Es
Dios quien por el sacramento y en el sacramento expresa al hombre cariño, vida,
perdón. Si el sacramento no es expresión de fe, degenera en magia o en
ritualismo, se vacía de su dimensión sim-bólica. En tercer lugar, el sacramento no sólo supone y expresa la fe, sino
que también la alimenta. El hombre al expresarse se modifica a sí mismo y
modifica el mundo. Al salirse de sí y
objetivarse, elabora a aquellos gestos y aquellas palabras que alimentan su fe
y su religión (…) la religión constituye un complejo simbólico que expresa y
alimenta permanentemente la fe. El sacramento es su corazón, la gracia su
dinamismo. En cuarto lugar, el
sacramento concretiza la Iglesia Universal en una determinada situación crucial
de la vida (...) Por eso no tiene mucho sentido concebir un sacramento de la
Iglesia para quien no tiene alguna relación o adhesión efectiva con ella. La
vivencia del sacramento particular, concretizado del sacramento universal de la
Iglesia, exige una adecuada vivencia de este sacramento universal. Solo así, el
sacramento deja de ser magia y asume su verdadera función sim-bólica[3].
¡Muchos se
dicen cristianos, pero en realidad no lo son! No son lo que la palabra
significa: no lo son en la vida, en las costumbres, en la fe, en la esperanza y
mucho menos en la caridad.(San Agustín, Comen la 1 carta de S. Juan 4,4)
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