Lc
1,39-45
“Si son hijos de Dios, haz que entiendan que están
movidos por Dios, para que puedan hacer lo que debe ser hecho, haz que den
gracias a aquel por medio del cual lo hacen” (San Agustín, perdón de los
pecados 4)
Al
aceptar la propuesta de Dios, María se proclama así misma como la esclava del
Señor: “Yo soy la esclava del Señor; que
Dios haga conmigo como me has dicho” (Lc 1,38) en quien se cumple la
esperanza del pueblo, en las palabras pronunciadas por el mensajero de Dios se
vive la aceptación de María como Madre del Salvador. Ella es la peregrina de Dios que va al monte
lugar de Dios llevando en su vientre la Buena Nueva de Dios, mensaje salvador
del “Dios con nosotros” (Cfr. Mt
1,21-25) María al igual que Jesús ejerció su misión por el camino, en ella
comienza a darse cumplimiento la promesa de Dios en favor de los desfavorecidos
del pueblo.
En el
evangelio de Lucas, Isabel representa la historicidad de la tradición bíblica
del Antiguo Testamento que esperaba al Mesías y al llegar, la criatura
salta de gozo en su vientre (Lc 1,44)
María es la novedad de Dios (Cfr. Lc 1,45) que es acogido en la gratuidad gozosa
por la acción “siempre nuevas y siempre antiguas” del Espíritu Santo.
Juan
es quien señaló a Jesús como el cordero de Dios (Cfr. Jn 1,36) Él es el último
profeta del Antiguo Testamento y la apertura del Nuevo, él ve lo que muchos
quisieron ver y no vieron. Jesús es la renovación, la justicia, la presencia de
Dios en el pueblo. Para llevar la novedad de la Buena Nueva María va a prisa
como el mensajero del Señor: “¡Qué hermosa
es la llegada de los que traen buenas noticias!” (Rm 10,15; Is 52,7; Nh 1,15) Ella
es portadora de la noticia salvadora en un pueblo desfavorecido y olvidado.
Ella es la memoria de Dios en favor de su pueblo oprimido (Cfr. Ex 3,7):
Proclama mi
alma la grandeza del Señor,
Y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,
El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí:
¡Santo es su
Nombre!
Colmó de bienes a los hambrientos
Y despidió a
los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su siervo,
María es la Bienaventurada del Padre, que acepta la maternidad, ella
concibió por obra del Espíritu Santo la misma Palabra de Dios en su Seno Virginal,
que entregó al pie de la Cruz consagrándose como Madre (Cfr. Lc 1,29-33; Jn
19,25-27), consagrándose como Discípula para hacer la voluntad del Padre (Cfr.
Lc 1,39-45; Mc 3,31-35; Lc 11,27-28; LG 58), al dar su Sí, pidiendo que hiciéramos lo mismo al decirnos que se
haga lo que Él nos manda (Jn 2,5), consagrándose como Maestra-Misionera, al llevar
la Palabra a la montaña, camino al lado del Maestro, escuchó la Palabra y
guardó en su corazón estas cosas (Lc 2,51).
María es la mujer que colocó toda su confianza en el Dios de la vida,
es portadora de la gracia salvífica de este Dios humano y sencillo, que hecho
hombre abrió para siempre las puertas de la esperanza. Es en este sentido que
esta mujer queda incorporada en nuestra propia historia de salvación por ser la
Madre de Jesús de Nazaret; ella irrumpe en la historia de los hombres a través
de su Hijo que al cumplirse el plazo señalado por el misterio de Dios padre,
asumió nuestra condición humana: “Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios
envió a su Hijo, que nació de una mujer” (Gal. 4,4)[1].
A
modo de conclusión:
1. Virgen Santísima, Señora Nuestra: míranos Tú también a nosotros y muéstranos a
Jesús, fruto bendito de tu vientre. Muéstranos sus clavos y sus heridas. Muéstranos
su corazón traspasado por la lanza. Muéstranos su amor vuelve nuestra mirada a nuestra historia de
fe. Aparta de nosotros las plagas de la idolatría silenciosa, del cristianismo
a la carta, de la fe acomodaticia y sin compromisos, de un vago catolicismo
de boquilla, solo para cuando nos interesa. Aleja de nosotros la tentación de
un imposible Cristo sin su Iglesia. Tú, que eres testigo privilegiada de que
Dios existe y es amor, ayúdanos a vivir en su santo nombre.
2. Haznos revivir, Virgen Santísima Señora
Nuestra, las raíces cristianas. Y que nunca tengamos miedo a proclamarnos como
cristianos con todas sus consecuencias, Que nada ni nadie, nos quite la cruz de
nuestros caminos y de nuestros corazones. Tú Hijo es la Cruz.
3. Virgen Santísima, Señora Nuestra: María de la Caridad y de la Solidaridad, haznos
instrumentos visibles del Dios que es amor. Haznos testigos del Evangelio a
través de las obras. Que enjuguemos no solo tu llanto, sino también el
llanto de la humanidad herida: El llanto de los más damnificados, sin vivienda,
sin trabajo, sin salud, sin educación. El llanto de tantas madres que, como Tú,
lloran al hijo perdido, al hijo alejado, asesinado, secuestrado[2].
“Oh
verdad, luz de mi corazón, no permitas que me hablen mis tinieblas. Haz que yo
no sea mi vida, pues he vivido mal y he sido mi muerte. En Ti vivo de nuevo.
¡Habla Tú, conversa conmigo! (San
Agustín. Conf. 12,10).
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