(Jn 15,26-27; 16,12-15)
“Dice el Señor: Esto es lo que les mando, que se amen unos a otros. De
lo cual debemos colegir que éste es el fruto nuestro, del cual dice: Yo los he
elegido para que vayan y hagan fruto, y su fruto permanezca; y también lo
siguiente: A fin de que el Padre les conceda cuanto le pidieren en mi nombre.
Lo cual ciertamente nos lo ha de dar si nos amamos mutuamente” (San Agustí. In
Jo 87,1).
En
la reflexión anterior sobre Pentecostés I (Jn 20,19-23) manifestábamos lo
siguiente:
“La presencia del Espíritu hace entendible el mensaje Kerygmático a
todos los pueblos, y que a diferencia de la propuesta del génesis en el que la
humanidad se había apartado de Dios, por la confusión y dispersión (Gn 11,1-9) Pero
que con la presencia del Espíritu (Hec 2,8-11) ahora el mensaje es claro para
los que creen, es el lenguaje del amor unificado en el mensaje
Kerygmático-Pascual: “¿Cómo es que los oímos hablar en nuestra propias
lenguas?...¡Y los oímos hablar en nuestras propias lenguas de las maravillas de
Dios!” (Hec 2,8.11) Este mensaje es entendible para todos (Hec 2,14-42; Cfr.
Hec 3,12-26; 5,29-32; 10,34-43).
Sin embargo, nosotros los cristianos hemos hecho de este mensaje
Kerygmático-Pascual, una torre de Babel, es decir, una confusión total. Nuestro
anuncio se ha distanciado de lo que Jesús nos ha propuesto, creer en Él y en
sus Palabras (Jn 17,14; Cfr. 8,51; 14,23-24; 15,3), de la misma manera, la
unidad pedido por Jesús: “Te pido que todos ellos estén unidos; que como tú,
Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén con nosotros, para que el
mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21.23) ya no es una realidad, estamos
divididos, dispersos y confusos[1].
Con la presencia del Espíritu no hay espacio para la división, ni la dispersión y menos para la confusión, no es una Babel sino pentecostés. Pentecostés es recobrar la unidad del amor en el amor que Jesús nos dejó cuando sopló sobre los discípulos su Espíritu (Jn 20,22):
Con Pentecostés, entramos en el tiempo pos-pascual, proceso que no nos
deja caer en la tentación, para no seguir estáticos mirando al cielo, lo que
impide ser verdadera comunidad pos-pascual de discípulos creyentes. Hemos
caminado, pero no estamos cerca de la meta. Para llegar a la meta, nos lo impide muchas veces, la
impotencia frente a la Palabra, frente a la oración, frente al anuncio de Jesús Resucitado, frente al anuncio del Reino
de Dios en la comunidad pos-pascual[2].
De tal manera, que este acontecimiento Kerygmático pos-pascual que celebramos, es el cumplimiento de las promesas hechas por Jesús (Jn 14,15-29; 15,26-27; 16,7-15; Cfr. Jn 7,37-39): La venida del espíritu de la verdad que nos guiará hacia la verdad completa.
Este anuncio Kerygmático pos-Pascual, muchas
veces, se presenta enrarecido, dividido, incoherente, sin convicción, desde
elementos piadosos sin criterios, con lo que le hemos dado “Vía libre a las meras apetencias humanas, es decir a la carne (…)
ahora bien las obras de la carne son bien conocidas: fornicación, impureza,
libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, homicidios, iras,
ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas
semejantes” (Gal 5, 16.19-21a). Quien obra de esta manera nos lo advierte
el apóstol Pablo no hereda el reino de Dios (Cfr. Gal 6,21b).
Pero, si vivimos desde el espíritu: Es Ser de Cristo, y así poder “crucificar
la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Gal 5,24) Esto es vivir según
el Espíritu, para seguir al Espíritu (Cfr. Gal 5,25) Porque quien sigue al Espíritu
multiplica sus frutos en la comunidad: “Los
frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad (castidad), modestia, dominio de sí” (Gal 5,22-23)[3].
Estos frutos, son
recreados en la acción participativa del amor del Padre y del Hijo y del
Espíritu en la comunidad, y nosotros lo asimilamos, lo vivimos y lo incrustamos
en un corazón puro; en la recta conciencia de una fe sin fingimiento, es decir,
vivir en coherencia el amor mutuo de Dios que Cristo nos ha revelado.
Desde esta
convicción en la rectitud de nuestra conciencia y en la pureza de nuestro
corazón, nos alejamos de todo intento de división y discordia para vivir desde
el mandato del Señor: “Que se amen los unos a los otros. Así como yo
los amo a ustedes” (Jn 13,34; Cfr. Jn
15,12.27; 1Jn 2,8: 3,23; 2Jn 5)[4].
Al referirse a
este mandato San Agustín plantea: Con este amor nos amamos
unos a otros y amamos a Dios, porque nuestro amor mutuo no sería verdadero sin
el amor de Dios. Se ama al prójimo como así mismo si se ama a Dios, porque el
que no ama a Dios, tampoco se ama así mismo (…) Y, en verdad, ¿Quién puede
tener gozo si no ama el bien del cual se
goza? ¿Quién puede tener verdadera paz si no la tiene con aquel a quien ama de
verdad? ¿Quién puede tener firmeza de ánimo para permanecer en el bien si no es
por el amor? ¿De qué provecho puede ser la fe que no obra por la caridad? ¿Qué
utilidad puede haber en la mansedumbre si no es gobernada por el amor? ¿Quién
huye de lo que puede mancharle si no ama lo que le hace casto?[5].
Salirnos de
este camino del amor sería perder la identidad que nos debe caracterizar como
cristianos, de esta manera, se abre la perspectiva de Pentecostés que es el
acontecimiento pos-pascual, en que la revelación de Dios llega a su pleno conocimiento,
en la comunidad de creyentes, este cumplimiento de las promesas se da en la
historia de la humanidad a la luz del amor que aumenta este conocimiento que ha
sido dado desde la Palabra, que es origen de la primera creación y principio de
la nueva creación dada en la Cruz. Por eso Jesús, nos da su Espíritu, que es la
luz que nos hace comprender el amor revelado en la plenitud del amor.
Esta plenitud
del amor es revelatorio del amor mismo, es lo que el Hijo recibe del Padre y el Espíritu recibe
del Hijo: “Él mostrará mi gloria, porque
recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a ustedes” (Jn 16,12). El
Hijo ha recibido del Padre lo que ha anunciado y lo ha dado a conocer, el Hijo
trasmite en el corazón de la humanidad lo que ha recibido y lo ha dado a
conocer por el Espíritu, quien seguirá sembrando en el corazón humano lo que ha
recibido del Padre y del Hijo: “Todo lo
que el Padre tiene, es mío también; por eso dije que el Espíritu recibirá de lo
que es mío y se lo dará a conocer a ustedes” (Jn 16,15).
Como
cristianos, no podemos ser ajenos a esta verdad del Espíritu, que nos lo dará a
conocer todo en plenitud, para anunciar a todos los pueblos que el amor de Dios
ha sido revelado en la Cruz y es nuestra salvación. El Espíritu enviado por el Padre
y el Hijo ha sembrado en los corazones de los creyentes esta verdad que nos
hace vivir en la plenitud de la unidad, con una misma fe, en una misma
comunidad: “Procuren mantener la unidad
que proviene del Espíritu Santo, por medio de la paz que une a todos. Hay un
solo cuerpo y un solo Espíritu, así como Dios los ha llamado a una sola
esperanza. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; hay un solo Dios
Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos”
(Ef 4,3-6)[6].
De
esta manera, la fuerza del Espíritu es la que nos hace proclamar, que Jesús
está vivo entre nosotros, dándonos su amor
con lo que ha redimido a la humanidad: “Por medio de Su redención, fuimos lavados,
santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu
de nuestro Dios” (1 Cor 6,11; Cfr. Tit 3,5). Y con esta misma fuerza proclamamos que
Dios es Padre: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu
de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no han recibido el espíritu de
esclavitud para estar otra vez en temor, sino que han recibido el espíritu
filial, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rom
8:14-15; Gal 4,6):
Gracias al Señor
por concedernos el Espíritu del Hijo.
El Espíritu
testifica a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.
Somos guiados por
este Espíritu y podemos juntos clamar:
“¡Abba, Padre!
¡Abba, Padre! ¡Abba, Padre!”. ¡Aleluya![7]
Esta relación filial de amor,
es lo que el Espíritu nos da a conocer en plenitud: “Pero el defensor, el Espíritu Santo que el Padre va a enviar en mi
nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he
dicho” (Jn 14,25-26; 15,26-27; 16, 13-14) El Espíritu es enviado, para que
creamos esto y nos clarifique la obra
redentora que Dios ha revelado en la historia humana, colocándola en sus corazones
como huella de amor.
El Espíritu, también nos hace
comprender que hemos sido rescatados de la esclavitud del pecado en la cruz, a través de precio de sangre (1P
1,17-19) Y el sacrificio del Hijo es el acto de amor más grande del Padre, para
el perdón de los pecadores (Ro 3, 25). Gracias a este perdón dado por medio de
la sangre del Hijo, nos hace justos en el
amor. Esta entrega sacrificial ha sido el precio de amor, pagado por el Justo, que
se hace justicia por la fe de los creyentes (Cfr. Rom 3,21-22; 1Cor 1,2).
A modo de conclusión: Para esta
conclusión tomamos el siguiente texto de las reflexiones del P. Emiliano
Jiménez Hernández.
1. El Espíritu penetra, llena y mueve a cada
cristiano (Rom 8,5-17). Renueva la existencia del creyente, siendo para El el
ámbito o esfera de una vida nueva, en contraposición a la vida “en la carne”
(Gál 5,19-25; Rom 8,5). Al habitar en el creyente (Rom 8,11) es para él prenda
o arras de la gloria futura (2Cor 5,5; Rom 8,23). “Es de Cristo, en realidad,
quien posee el Espíritu de Cristo” (Rom 8,9). A cada creyente hace partícipe de
sus dones, pero siempre para la “edificación de la asamblea” (1Cor 14,12;
12,7).
2. El Espíritu Santo, Dador de vida, opera una
apertura en el creyente hacia Dios, enseñándole a orar (Gál 4,6; Rom
8,15-16.26-27), una apertura hacia los hombres, pues la libertad que engendra –“donde
está el Espíritu hay libertad” (2 Cor 3,17)- Es capacidad de servicio y
donación (Gál 5,13) y una apertura o dilatación del propio corazón, liberándole
del círculo angustioso del temor a la muerte, con “los frutos del Espíritu:
amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, fidelidad, amabilidad,
dominio de sí, contra los que ya no hay ley alguna”(Gál 5,16-17).
3. El cristiano se rige por el Espíritu, que le
guía con sus siete dones: “Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de
consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, y Espíritu de temor de
Dios” (Is 11,2-3). Sólo necesita no contristarlo, pues está escrito: “No
contristéis al Espíritu Santo, con el que fuisteis sellados para el día de la
redención” (Ef 4,30). Pues “si el Espíritu que resucitó de entre los muertos
permanece en vosotros, quien resucitó a Cristo de entre los muertos hará vivir
también vuestros cuerpos mortales mediante el Espíritu que habita en vosotros”
(Rom 8,11)[8].
“Quién abandona la fe se ha
extraviado del camino” (San
Agustín. Serm. 306,1).
[1] CASALINS, Guillermo. Otro
texto para no leer: Pentecostés I, Jn 20,19-23. Bogotá, Junio de 2011.
[2] CASALINS, Guillermo. Otro
texto para no leer: Pentecostés I, Jn 20,19-23. Bogotá, Junio de 2011.
[3]
El creyente unido con Cristo ya no tiene ley que le dicte su conducta desde el
exterior, sino que cumple la Ley del Espíritu (Gal 5, 18.23.25; 6,2; Rom 6,15; 8,2-4; Fil 1,9-10; St 1,25; 2,8).
[4]
“El mandamiento de amar al prójimo ya estaba en la ley (Lv 19,18), pero Jesús
le da un nuevo significado al decir como yo los amo a ustedes; Cfr. Jn 13,1;
15,12. Este amor caracteriza a la comunidad de los creyentes”. (SBU. La Biblia
de estudio. Dios habla hoy. Comentario a Jn 13,34). En Marcos, Mate y Lucas
(Mc 12,28-34; Mt
19,16.19.22.34-40; Lc 10,25-28) Este mandato se une al de Dt 6,5. Para
manifestar que el amor a Dios con todo el corazón y la mente y todo el ser debe ser uno con el amor al Prójimo, como
resumen de la ley y los profetas. Por otra parte, “Jesús considera este
mandamiento como el primero y más importante de todos (Mc 12,30; Mt 22,37; Lc
10,27). Con todo tu corazón (…) Tus fuerzas: El Deuteronomio no asocia esta
expresión únicamente al verbo amar (Dt 10,12; 30,6), sino también a los verbos
buscar (Dt 4,29), obedecer (Dt 30,10), volver al Señor (Dt 30,2) y cumplir los mandamientos (Dt 26,16). Estos
verbos especifican las formas que debe asumir el amor al Señor, en respuesta al
amor que Él manifestó primero (Cfr. 1Jn 4,10)”. (SBU. La Biblia de estudio.
Dios habla hoy. Comentario a Dt 6,5).
[5] San Agustín. In Jo 87,1.
[6]
Estos versículos, son una aclamación o profesión de fe cristiana. En ellos hay
recreación de la profesión de fe en el único Dios de Israel (Dt 6,4-5; Cfr. Mc
12,29-30) Se enumeran siete elementos de la fe y la vida cristiana, y se
resalta el carácter único de cada uno de ellos. El centro de todo es el único
Espíritu (Santo), el único Señor (Jesucristo) y el único Dios y Padre. (SBU. La
biblia de Estudio. Dios habla hoy. Comentario a Ef 4,4-6).
[8] JIMÉNEZ. H, Emiliano. EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE
DE LA IGLESIA. Ed.
EGA, Bilbao 1992, pág. 143-156. http://www.mercaba.org/FICHAS/ORACION/CREDO/8_creo_en_el_espiritu_santo.htm.
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