Mc 16,15-20
“La verdad no es mía, ni de aquél, ni
de aquel otro, sino de todos nosotros, llamados por Dios a la comunión y
amonestados por Él a no guardar la verdad como bien privado, para no vernos
privados de ella” (San Agustín. Conf. 12,25).
Como
cristianos, creemos en Jesús Resucitado, realidad que Juan resalta en el Evangelio:
“El que cree en Él no es juzgado; pero el
que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo
unigénito de Dios y el juicio consiste en que la luz vino al mundo, pero los
hombres amaron mas las tinieblas que la luz” (Jn 3,18-19) De igual manera
creemos que Jesús regresa al Padre y envían
el Espíritu para evidenciar al mundo de su pecado, de una justicia y de un
juicio: “Y cuando Él venga convencerá al
mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo
referente al juicio. En lo referente al pecado, porque no creyeron en mí; en lo
referente a la justicia porque me voy al Padre, y no me verán; y en lo
referente al juicio, porque el príncipe de este mundo ya está juzgado” (Jn
16,8-11; Cfr. 1,29; 2,11; 3,14; 5,36; 9,41; 12,40; 15,22.24; 1Jn 2,29; 3,7.10-11).
Por esto,
se manifiesta la justicia de Dios (Rom 3,21-22) como la fe profesada en estas realidades: la Resurrección
y la Ascensión del Hijo, culmen de su amor en el sacrificio de la Cruz, para
que no nos quedemos mirando hacia el cielo (Hec 1,1-11) sino que, cumplamos lo
que Él nos manda: Ir por todo el mundo, proclamando el evangelio, para que todo
el que crea, sea bautizado en su nombre y se salve, pero el que no cree, él
mismo está condenado por no creer (Cfr. Mc 16,15-16).
Por esta razón, para el cristiano el
bautismo es símbolo de salvación, de identificación con la Muerte y Resurrección
de Cristo (Cfr. Rm 6). Aunque el rito bautismal no nació en el seno del
cristianismo, si es fundamental para vivir unidos a Cristo:
El bautismo, no es propiamente
una práctica novedosa en el cristianismo, la mayoría de las religiones antiguas
y algunas culturas practicaron y practican diversos ritos con agua. Bautizar
significa, sumergir o meter en el agua, también puede significar bañarse,
limpiarse, purificarse con agua[i].
Ahora bien, La práctica del
bautismo cristiano, tiene sus raíces según la tradición bíblica
Neotestamentaria en la práctica del bautismo de Juan, (Mc 1,4) bautismo en
agua, que era un llamado a la conversión y a la preparación de la venida del
Mesías (Mt 3,3). Con el bautismo de Jesús en el Jordán (Mc 1,9) se continua la
línea profética de Juan, con su mensaje de conversión, pero con la diferencia,
que el Bautismo de Jesús es en Espíritu y Fuego (Lc 3,16; Hec 1,4-5) que
indicaba la llegada del Reino de Dios, para lo cual era necesario estar convertidos
(Mc 3,15; Hec 1,15) para asumir el
compromiso que implicaba la práctica del bautismo que realizaba Jesús (Jn
3,16-27).
Según los relatos del Nuevo Testamento, lo
primero y lo más elemental que caracteriza al bautismo cristiano es que, a
diferencia del bautismo de Juan, es el bautismo no solo de agua sino de
Espíritu (Mt. 3.11; Mc. 1,8; Lc. 3,16; Jn. 1,33; Hec.1,5; 11,16;19,3-5). La
relación entre el bautismo cristiano y la presencia del Espíritu queda además
atestiguada en Hec. 10,47; 11,15-17; 1Cor. 12,13; Jn 3,5. Todo eso quiere decir
que es característica esencial y específica del bautismo cristiano la presencia
del Espíritu en el bautizado.
El bautismo en la tradición cristiana implica:
1) Conversión de los pecados: es decir, ruptura con la vida anterior y
supone un cambio profundo de vida. 2)
Un envío a misión: evangelización y
proclamación de la Nueva noticia anuncio Kerygmático. 3) Fe y adhesión a Cristo:
expresión de la salvación que viene de Dios Padre por el Hijo y el Espíritu
Santo. Por la acción misma del bautismo cristiano, el bautizado es incorporado
a la Iglesia, cuerpo de Cristo (Cfr. Catecismo de la Iglesia católica
No.1267-1270), haciéndolo miembros del pueblo de Dios: Los hombres por medio de
los Sacramentos de iniciación cristiana,
libres de todo aquellos que atenta contra la dignidad de la persona y de
Dios (pecado), juntamente muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben
el Espíritu de hijos adoptivos y
celebran con todo el pueblo de Dios el memorial de la Muerte y Resurrección del
Señor (A.G 14) Incorporados, en efecto, a Cristo por el Bautismo, entran a
formar parte del pueblo de Dios y recibido el perdón de los pecados,
convertidos en nuevas criaturas por el agua y el Espíritu Santo, de aquí en
adelante se llaman y en verdad lo son Hijos de Dios (Col 1,13; Rm 8,15; 1Jn
4,1)[1].
Estos hijos de Dios deben asumir la misión de
anunciar la Buena Nueva a toda criatura: "Vayan
por todo el mundo y proclaman la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y
sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará.” (Mc 16, 15-16) Quienes
asumen esta misión, Jesús les ratifica lo que les había encomendado en Mc
3,13-17: expulsarán demonios, hablarán nuevas lenguas, agarrarán serpientes y
el veneno no les hará daño, impondrán las manos sobre los enfermos y éstos
quedarán sanos (Mc 6,6-13):
1. Expulsar demonios: Es vencer el mal que se opone al bien con la vida
en Cristo que tienen los creyentes. Vivir desde la Buena Nueva de Dios (Jn
3,17).
2. Hablar lenguas nuevas: Es comenzar a comunicarse con los demás haciendo
entendible y creíble el mensaje de
Cristo. Es el lenguaje del amor (Hec 2,5-12).
3. Beber veneno: Hay muchas cosas que envenenan la convivencia.
Muchos chismes, que causan estragos en la comunidad. Quien vive en la presencia
de Dios esta alejado de esto evitando que se envenene su conciencia (Mt 15,10-11.18-20).
4.
Curar a los
enfermos: Sacar de la opresión al
excluido, para tener una visión más clara y más viva de Dios. Es tener un
cuidado especial con las personas excluidas y marginadas, sobretodo con los
enfermos (Mc 6,7-12; Mt 10,1.8; Lc 9,1-2).
Por esta
razón, todo el que asume este compromiso asciende con Jesús a la casa del Padre
y participa de la acción de Cristo junto al Padre quién ha participado del amor
del Padre y es lo que nos ha transmitido desde el principio, hasta llegar al
expresión última de este amor la cruz en la que nos hemos hecho amigos de
Jesús, si hacemos la voluntad del Padre obedientes a los mandatos del Señor
Jesús: “El Amor nos permite estar unidos
al Hijo y al Padre siendo obedientes a sus Palabras ya que todo fue creado por
ella (Jn 1,1-13.15.30; 8,58; Prov 8,23; Eclo 1,4; 24,9; Sab 9,9). Esta unión es
la alegría que llega a la plenitud en la Cruz, donde todos serán atraídos hacia
Él (Jn 3, 14; 8,28; 12,32), es la alegría que se vive en el Amor del Padre y
del Hijo, recreándonos en la alegría de
Jesús: “Para que ellos se llenen de la misma perfecta alegría que yo tengo” (Jn
17,13; Cfr. Jn 15,11; 16,24; 1Jn 1,4; 2Jn 12). Esta es la alegría del amigo que
se identifica con el Amor, el amor en la amistad con Jesús (Jn 15,14) El amigo
conoce lo que el Padre da a conocer en el Hijo (Jn 15,15) Esta es la sabiduría
que ha bajado de Dios (Jn 1,18; 3,13.31-32; 6,46; 15, 12.17; Cfr. Ef 4,9; Pro
30,4)”[2].
Asumir el mandato del Señor es ascender con Él a
la casa Paterna como nos lo plantea San Agustín:
Hoy
nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con Él nuestro
corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: “Si han resucitado con Cristo,
busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios.
Pongan su corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra” (Col 3,1)
Pues, del mismo modo que Él subió sin alejarse por ello de nosotros, así
también nosotros estamos ya con Él allí, aunque todavía no se haya realizado en
nuestro cuerpo lo que se nos promete.
Él
ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo
en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo
atestiguó con aquella voz bajada del cielo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?” (Hec 9,4) También: “Tuve hambre y me diste de comer” (Mt 25, 35).
¿Por
qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe,
la esperanza y la caridad que nos unen a Él, descansemos ya con Él en los
cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo nosotros,
estando aquí, estamos también con Él. Él está con nosotros por su divinidad,
por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como Él,
por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia Él.
Él,
cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al
volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con
nosotros, pues que afirma: “Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado
del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo” (Jn 3,13).
Esto
lo dice en razón de la unidad que existe entre Él, nuestra cabeza, y nosotros,
su cuerpo. Y nadie, excepto Él, podría decirlo, ya que nosotros estamos
identificados con Él, en virtud de que Él, por nuestra causa, se hizo Hijo del
hombre, y nosotros, por Él, hemos sido hechos hijos de Dios (…).
Bajó,
pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió Él solo, puesto que
nosotros subimos también en Él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió Él
solo, pero ya no ascendió Él solo; no es que queramos confundir la dignidad de
la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo
pide que éste no sea separado de su cabeza[3].
A modo de conclusión
1.
Desde
esta perspectiva el cristiano creyente participa del destino de su Maestro, se
une a Él con la cruz, bebiendo del mismo cáliz (Mc 10,32-45), participando del
amor del Padre, obedeciendo los mandatos del Señor, como amigos y no como siervos (Jn 15,1-17).
2.
Al
asumir esta misión ascendiendo como hijos con el Hijo, participando y
reproduciendo los rasgos de Cristo en nuestra vida de creyentes: La Ascensión en este proceso no es un hecho
aislado, es el camino que nos lleva a reproducir los rasgos de Jesús en nuestra
vida: 1) Proclamar y vivir
desde la Palabra; 2) Anunciar
el Reino de Dios (Mc 1,15; Mt 3,2; 4,17; Lc 4,43); 3) Ser solidarios con los pobres; 4) Servir con Generosidad; 5) Curar a los enfermos; 6) formador de discípulos creyentes; 7) Vivir en constante Oración; 8) Tener un estilo de vida en obediencia; 9) Defender la dignidad humana; 10) Anunciar la Buena Nueva a los pobres (Lc 4,16-19)[4].
3. Con
estos rasgos, debemos asumir el compromiso, que hemos venido aplazando en la
“caminada” como cristianos. No podemos seguir, como si fuésemos estrellas
fugaces, que solo titilan en su corto recorrido[5].
“Cuando me haya unido a Ti
con todo mi ser, se acabarán para mí los dolores y los trabajos. Mi vida, toda
llena de Ti, será algo vivo” (San Agustín. Conf. L. X, 28,39).
[1] CASALINS, Guillermo.
Celebración de los símbolos en los sacramentos de iniciación cristiana Bautismo
y Confirmación. Bogotá 2010. Pág. 61-64.
[2] CASALINS, Guillermo. Otro
texto para no leer: Reflexión, Que se amen los unos a los otros como yo los he
amado Jn 15,9-17.
[3] San Agustín. Serm. 98,1-2
[4] CASALINS, Guillermo. Otro
Texto para no leer: Ascensión del Señor I: Galileos, ¿Por qué se han quedado
mirando al cielo? Mt 28,16-20. Bogotá. Junio 2 de 2011.
[5] CASALINS, Guillermo. Otro
Texto para no leer: Ascensión del Señor I: Galileos, ¿Por qué se han quedado
mirando al cielo? Mt 28,16-20. Bogotá. Junio 2 de 2011.
[i] En la historia de mitos y religiones paganas
se relata acerca de varios ritos bautismales tales como el ritual eléusico, las
abluciones purificadoras en el misterio de Sabazio; el culto de Atis tenía el
taurobulismo, y el misterio de Isis tenía el baño bautismal que supuestamente
santificaba, al igual que el culto a Dionisio y el culto de Mitra (los
seguidores de Mitra celebraban el ritual del bautismo). Los griegos incluso
tenían los Kathartai, sacerdotes que se especializaban en el ritual de la
purificación con agua. En la antigüedad celebraban el ritual en el cual las
mujeres se bañaban en albercas (piscinas) “sagradas” fuera de la cuidad para
purificarse. Los nuevos conversos a la religión de Isis/Osiris se iniciaban con
el bautismo de aguas “purificadoras” que traían del Nilo ya que ellos realmente
creían que el río Nilo era sagrado. Esta práctica bautismal ha significado en
la cultura humana una relación con la divinidad, que ha simbolizado,
purificación, renovación de la vida que por medio de ritos buscaban el
acercamiento a la divinidad para alejarse del mal, estas creencias de
purificación se hacía en muchos caso por medio del fuego y del agua: El ser
humano, desde los tiempos más remotos, se ha sentido especialmente fascinado
por el fuego y el agua. Descubría en estos elementos una fuerza oculta y
misteriosa, a la vez positiva y negativa. El fuego es fuente de luz y calor,
pero también quema y destruye. El agua limpia, calma la sed y mantiene la vida.(
PIERRE, El origen de la práctica del bautismo en las aguas.
http://www.elaverno.net/?p=844).
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