Mc 1,12-15
“Todo amor tiene su fuerza y no hay amor ocioso. Arrastra sin remedio.
¿Quieres saber cuál es tu amor? Mira a dónde te lleva”. (San Agustín In ps
121,1)
El desierto
lugar de formación espiritual del pueblo, el desierto representaba el lugar de
encuentro entre la divinidad y un pueblo u hombre. El desierto es considerado
como el silencio interior que se requiere para resistir y purificar las
dificultades o como expiación de los pecados (Lv 16,5-10). En el desierto existe
una conexión intima entre la divinidad y
el pueblo: “Yo te conocí en el desierto,
en la tierra ardiente” (Os 13,5).
El desierto y
los cuarenta días tiene su entorno teológico en los sinópticos: es presentado
como periodo de experiencia religiosa particular y decisiva que alude muchas
veces a la historia del pueblo de Israel (Ex 24,18; 34,28; Dt 8,2-4; Nm
14,33-34: 32,13; 1R 19,8): “La presencia
de Jesús en el desierto durante cuarenta días, sin comer, y las pruebas a que
es sometido, recuerdan la experiencia del pueblo de Israel en el desierto,
cuando salió de Egipto, aunque muchas veces el pueblo se sintió vencido en las
pruebas, Jesús se mantuvo fiel a ellas (Cfr. Heb 2,18; 4,15)”[1].
El relato de
Marcos se diferencia al de Mateo (4,1-11) y Lucas (4,1-13) por lo escueto y lo concreto, plantea que Jesús es llevado al
desierto por el Espíritu durante 40 días siendo puesto a prueba (Heb 2,18;
4,15) Jesús al vivir esta experiencia de desierto, asume la condición de resiliencia-
salir del conflicto-salir de la adversidad- afrontando el combate contra el
acusador, asumir el anuncio de la Buena Nueva, después de que Juan fuera
entregado (Mc 1,14).
Marcos plantea
que Jesús convivió en el desierto con la protección divina (Sal 91,11-13) y con los animales del campo, evocando de esta
manera el ideal mesiánico: “Serán vecinos
el lobo y el cordero y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el
cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño será su pastor. La vaca y la osa
pacerán, juntas acostarán a sus crías, el león, como los bueyes comerán paja” (Is 11,6-7) En el
desierto se rompe con el conflicto entre los hombres y la naturaleza, por causa del antiguo pecado (Gn
3,17-19), de los hombres entre sí, por
causa del fraticidio (Gn 4).
Jesucristo el
Hijo de Dios (Mc 1,1), el Mesías esperado, es quien vuelve al desierto para
restablecer la armonía: 1) Jesús trae el perdón de
los pecados y la reconciliación con Dios, por el anuncio del reino de la
Justicia. 2) Establece la paz como consecuencia de la irrupción
del reino que es fertilidad en la relación armoniosa de Dios con su pueblo (Am
9,13-14; Os 2,20.23-24); 3) Desarma los odios (Is 2,4;
9,4; Miq 4,3-4; 5,9-10; Zac 9,10); 4) Trae consigo la promesa de
la paz perpetua (Is 9,6; 32,17;6017-18; So 3,13; Zac 3,10; Jl 4,17); 5)
Como la nueva alianza de paz (Ez 34,25; 37, 26) en el reino de la paz (Zac 9, 8-10; Sal 72, 3-7)[2].
Jesús hombre
del Espíritu Santo, el hijo amado (Mc 1,9-11), ha sido empujado por el Espíritu
al desierto (Mc 1,12) el desierto son todas aquellas cosas que representan la
nostalgia, las dificultades, los fantasmas de nuestra fe y sobre todo el miedo
a la libertad. Jesús fue tentado por el mal y fue probado en todo como
nosotros, menos en el pecado (Heb 4,15). Jesús es puesto a prueba por el
tentador, espíritu del mal (Cfr. Jb 1,6; 1Cro 21,1) que trata de obstaculizar
la obra de Dios y de Cristo (Mt 13,39; Jn 8,44; 13,2; Hec 10,38; Ef 6,11; 1Jn
3,8) haciendo al hombre cautivo de su tiranía (Mt 8,29; Gal 4,3; Col 2,8) En el
desierto Jesús derrota al adversario, su victoria es la victoria de Dios sobre
el mal (Mt 25,41; Heb 2,14; Ap 12, 9.12: 20,2.10) por medio de la redención de
Jesucristo (Mt 20,28; Rm 3,24-25; 6,15-19; Col 1,13-14; 2,15-23; Ef 2,1-6;
6,12-20; Jn 3,35-36; 1Jn 2,14-17; Ap 13,1-18; 19,19-21).
Conclusión
1.
En la escuela del discipulado es necesario
estar en vela y en oración para no caer en la tentación (Mc 14,38) alimentarnos
de la Palabra, mantenernos firmes en la fe, protegidos por la fuerza del
Espíritu: “Así que manténganse firmes,
revestido de la verdad y protegidos por la rectitud. Estén siempre listos para
salir a anunciar el mensaje de la paz. Sobre todo, que su fe sea el escudo que
los libre de las flechas encendidas del maligno. Que la salvación sea el casco
que proteja su cabeza, y que la Palabra de Dios sea la espada que les da el
Espíritu Santo. No dejen ustedes de orar: rueguen y pidan a Dios siempre,
guiados por el Espíritu. Manténganse alertas, sin desanimarse, y oren por todo
el pueblo santo. (Ef 6,14-18).
2. El
Espíritu es la fuerza que nos saca de nosotros mismos y de nuestras
estructuras, de las noches oscuras de las tentaciones. Este sentido teológico
del desierto es crear la fortaleza necesarias para combatir estas oscuridades
que nos alejan de Dios: “Queridos
hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de
oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios
que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que se
debe recibir de él con humildad, como don gratuito que permite, finalmente,
reconocer el rostro del Señor. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad
cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Más aún: Jacob, que
recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel y da también un nombre nuevo al
lugar donde ha luchado con Dios y le ha rezado; le da el nombre de Penuel, que
significa «Rostro de Dios». Con este nombre reconoce que ese lugar está lleno
de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel
misterioso encuentro con Dios. Quien se deja bendecir por Dios, quien se
abandona a él, quien se deja transformar por él, hace bendito el mundo Que el
Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cf. 1 Tm 6, 12; 2 Tm 4, 7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que
nos renueve a la espera de ver su rostro”[3].
“Todo pecador es un perseguidor de sombras” (San Agustín. Conf.2, 6, 12)
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