Lc
12, 13-21
El cansancio de
quien ama no es pesado, en realidad da alegría. Lo que cuenta es que se ama (San
Agustín. Dignidad de la viudez, 21,26).
La Oración de Jesús es decisiva para que los discípulos se
asocien a su caminada orante, la comunidad de discípulos vive en esta oración
el encuentro dialogante entre el Hijo y el Padre: plena confianza del que pone
su esperanza y el corazón en la realidad humana y divina, quien así lo hace
vive el amor como fundamento de la espiritualidad cristiana.
Todo aquel que penetra
en el corazón de las Sagradas Escrituras vive en intima unión con el Padre y su
Palabra encarnada, la comunidad de discípulos se coloca en oración para que el
Padre en su infinito amor, los guarde y no les permita caer en el abandono de
sí mismos, sino que vivan unidos a Cristo Nuestro Señor. Una vida cristiana sin
oración es un camino desolada, sin amor a Dios y al Prójimo, es una vida que
solo se tiene para engrosar la superficialidad en la que hemos caído: “¡Vanidad
de vanidades…Vanidad de vanidades, todo es vanidad!...Entonces, ¿Qué saca el
hombre de todos los esfuerzos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De
día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. También esto es
vanidad” (Qo [Ecle] 1,2; 2,22-23).
Los afanes de riquezas y
de acumular cosas, es contrario a Dios, es enriquecer el propio ego, acogiendo
la avaricia como satisfacción personal: “Las tierras de un hombre dieron una
gran cosecha. Él se dijo: ¿Qué haré, que no tengo donde guardar toda la
cosecha? Y dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros
mayores…Después me diré: Querido, tienes acumulados muchos bienes para muchos
años; descansa, come, bebe y disfruta” (Lc 12,16-19).
Este es el parecer de
muchos cristianos sin fe, lejos de una relación de amor con Dios, es vivir para el disfrute personal, es propio del que
no necesita a Dios y se vanagloria en su propia riqueza, es decir, solo piensa
en sí mismo: “Acumula tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios” (Lc
12,21) La riqueza del cristiano es asumir la mirada misericordiosa y
solidaria de Jesucristo, que no se guardó nada para sí mismo, entregándose al servicio de los más pobres.
La avaricia es el
alejamiento de Dios, solo nos lleva a apresurar nuestra vida para acumular bienes para satisfacer nuestra
vanidad, y no asumimos el compromiso de solidaridad y nuestras fatigas son
vanas y sin sentido porque perdemos la vida en acumulaciones y apegos y al
final no llevamos nada: ¡Necio, esta
noche te reclamarán la vida! (Lc 12,20) Y que nos queda una vida vacía y
sin sentido:
¿Qué
saca el obrero de su fatiga? Observé todas las tareas que Dios encomendó a los
hombres para afligirlos: todo lo hizo hermoso en su sazón y dio al hombre el
mundo para que pensara; pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde
el principio hasta el fin. Y comprendí que el único bien para el hombre es
alegrarse y pasarlo bien en la vida. Pero que
el hombre coma y beba y disfrute en medio de sus fatiga es don de Dios.
Comprendí que todo lo que hizo Dios durará siempre: No se puede añadir ni
restar. Porque Dios exige que lo respeten” (Qo [Ecle] 3,9-14).
Quien no acumula bienes para sí mismo, vive desde la gratuidad de Dios
(Cfr. Mt 6, 24-34) Dios es su riqueza. Pero quien vive para enriquecerse así
mismo, se empobrece así mismo, ha acumulado su propia condena. La generosidad
es colocar el corazón en Dios, es dejarse llenar de su gratuidad y colocar toda
la confianza en Dios, es servir a Dios y al prójimo con generosidad, no
acumules bienes para enriquecer tu propia avaricia. Acumula, bienes para Dios
porque nadie puede servir a dos señores: “Nadie
puede servir a dos patrones: Necesariamente odiará a uno y amará al otro, o
bien cuidara al primero y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir al
mismo tiempo a Dios y al dinero” (Mt 6,24).
El amor a los bienes, es para el servicio de los más necesitados, esta
opción nace de la riqueza que Jesús vino a traernos, el amor del Padre que es
nuestra riqueza, como dijo el papa francisco al llegar a Brasil: "No traigo oro ni plata, traigo algo más valioso: a Jesucristo[1]".
Jesucristo es la plenitud de nuestro mayor tesoro, por esto un cristiano
creyente no acumula tesoros para sí: “No
junten tesoros y reserves aquí en la tierra, donde la pililla y el óxido hacen
estragos, donde los ladrones rompen el muro y roban. Junten tesoros y reservas
en el cielo, donde no hay polilla ni óxidos para hacer estragos, y donde no hay
ladrones para romper el muro y robar. Pues donde está tu tesoro, allí estará
también tu corazón” (Mt 6,19-21).
Captar la experiencia del resucitado es ir sin oro y plata. Solo llevar la mayor riqueza a Jesús:
Vayan. En estos días aquí en Río, han podido experimentar
la belleza de encontrar a Jesús y de encontrarlo juntos, han sentido la alegría
de la fe. Pero la experiencia de este encuentro no puede quedar encerrada en su
vida o en el pequeño grupo de la parroquia, del movimiento o de su comunidad.
Sería como quitarle el oxígeno a una llama que arde. La fe es una llama que se
hace más viva cuanto más se comparte, se transmite, para que todos conozcan,
amen y profesen a Jesucristo, que es el Señor de la vida y de la historia (cf. Rm 10,9). Pero ¡cuidado! Jesús no ha dicho: si quieren,
si tienen tiempo vayan, sino que dijo: «Vayan y hagan discípulos a todos
los pueblos». Compartir la experiencia de la fe, dar testimonio de la fe,
anunciar el evangelio es el mandato que el Señor confía a toda la Iglesia,
también a ti; es un mandato que no nace de la voluntad de dominio, de la
voluntad de poder, sino de la fuerza del amor, del hecho que Jesús ha
venido antes a nosotros y nos ha dado, no nos dio algo de sí, sino se
nos dio todo él, él ha dado su vida para salvarnos y mostrarnos el amor
y la misericordia de Dios. Jesús no nos trata como a esclavos, sino como a personas
libres, amigos, hermanos; y no sólo nos envía, sino que nos acompaña, está
siempre a nuestro lado en esta misión de amor. ¿Adónde nos envía Jesús? No hay
fronteras, no hay límites: nos envía a todos. El evangelio no es para algunos
sino para todos. No es sólo para los que nos parecen más cercanos, más
receptivos, más acogedores. Es para todos. No tengan miedo de ir y llevar a
Cristo a cualquier ambiente, hasta las periferias existenciales, también a
quien parece más lejano, más indiferente. El Señor busca a todos, quiere que
todos sientan el calor de su misericordia y de su amor. En particular, quisiera que este
mandato de Cristo: «Vayan», resonara en ustedes jóvenes de la Iglesia en
América Latina… El mundo tiene necesidad de Cristo. San Pablo dice: «¡Ay de mí
si no anuncio el evangelio!» (1 Co 9,16)[2].
Recuerda, hay uno que te escucha,
no dudes en rogarle. Él está dentro de ti. Sólo tienes que purificar los más
secretos rincones de tu corazón. Él es el Señor nuestro Dios. (San Agustín.
Coment. Ev. San Juan, 10,1).
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